Por: Fernando Silva
Siendo un asunto tan frecuente en los hogares y en los diversos escenarios sociales, así como entre naciones, me doy licencia de hacer primero una reflexión cotejando dos conceptualizaciones, la primera, la que circunscribe al uso de la fuerza para producir daño, y la segunda, la que amplifica, tomando en consideración la negación tanto de quien la genera como del que se encuentra en categoría de víctima. A mi entender, pensar sobre tan amargo proceder es observar el comportamiento individual y examinar en uno mismo, con la intención de reconocer, analizar y desmenuzar nuestro proceder, teniendo presentes todos los elementos de juicio y, así, procurar el entendimiento de la raíz biológica, psicológica, social y cultural de lo que asumimos por violencia, lo que seguramente nos encaminará a su comprensión —no para tolerarla, sino para evitarla— y cambiar en pro de ser ejemplo de calidad humana. En este entendido ¿Estamos conscientes de que la violencia es una condición que se puede moralizar desde la infancia? ¿Que somos vulnerables y que podemos sucumbir a ella ante la indiferencia, el abandono e incluso en la sobreprotección? ¿Entendemos que con ella minamos el camino hacia la autorrealización y determinación? ¿Sabemos distinguir entre agresividad y violencia? ¿Tenemos esperanza? ¿Estamos al tanto de que en los hogares se encuentra la mejor o peor educación sobre el respeto a los derechos humanos?
Haciendo sensata diferencia y sin pretender justificarla, pero si entendiéndola, la agresividad es una característica de todas las especies animales (incluido el homo sapiens sapiens), por la cual nos protegemos de influencias negativas exteriores que puedan atentar contra la vida o bienestar, así como también buscar la supervivencia. Hablando únicamente de la humanidad, la mayoría protegemos a nuestros infantes de posibles amenazas exteriores. Naturalmente, hay gradientes de irritación, coraje e impulsos, por lo que podemos comprobar que existen personas que actúan de manera amigable y que sólo demuestran su agresividad en condiciones extremas, pero ¿qué determina esa delgada frontera emocional como para actuar de forma irascible con una carga de agresión excedida? Entre estos dos extremos ¿se puede encontrar toda una gama de respuestas con un contenido pasivo y/o agresivo?
Quizás parte del problema sea que en los estudios y en la ejecución legal sobre la violencia falta una definición precisa que dé cuenta de la multiplicidad de formas en las que ésta se presenta o, cuando menos, señale sus principales características. Aquí, podemos destacar dos puntos a tomar en consideración: la intención del abusador y el entorno en el que se comprueban los hechos. Detrás del objetivo de transgredir los derechos humanos de otra persona para causarle un daño, invariablemente existe una causa que llevó a que se originara, lo que da sentido a la noción de poder. En definitiva, toda violencia implica abuso, dominio y una tóxica voluntad para nulificar a la víctima. Por consiguiente, es factible pensar que cuando se causa daño de manera involuntaria, no puede definirse como resultado de una acción violenta, ya que eso cabe en el casillero «accidente».
Otro aspecto que advierto es que se prefiere discurrir de las violencias y no de la violencia en singular; de esta manera, se presentan un sinnúmero de definiciones para cada forma de intencionada brutalidad, lo que supongo dificulta no sólo su análisis, sino la conformidad de una dilucidación clara y unívoca. Por otra parte, este complejo abordaje de las violencias ha contribuido tanto a descubrir sus contrariedades, como a destacar precisas singularidades de las causas, las formas en que se presentan y las dinámicas o funciones que asumen las diferentes manifestaciones de irracional intimidación; por lo que tan solo intento situarme entre la preocupación-ocupación de tal generalidad como por la multiplicidad de la misma.
Sobre el particular, los psicólogos Terrie E. Moffitt y Avshalom Caspi, pioneros en la investigación sobre el desarrollo del comportamiento antisocial y por las interacciones gen-ambiente en los trastornos mentales, publicaron un informe basado en los resultados sobre violencia en la pareja derivados del Estudio Longitudinal de Dunedin, dirigido particularmente a los profesionales relacionados con la salud mental, a los servicios de urgencias de medicina general, a quienes se dedican a la delincuencia de adolescentes, el consumo de sustancias y los especialistas en violencia, así como a los inspectores de salud pública y justicia juvenil, jueces, científicos sociales e investigadores que deben considerar evidencia sobre la prevención de la agresividad. Lo presentado provino del seguimiento a más de mil personas desde su nacimiento, en 1972-73, hasta cuando tenían 21 años de edad. Parte de lo que expusieron es lo siguiente:
1.- El recuerdo de los sucesos violentos era similar para ambos miembros de la pareja en un 80 por ciento de los casos. No con respecto a la naturaleza concreta de los actos violentos, pero sí en relación a la presencia de alguna clase de violencia.
2.- Los factores de riesgo para el caso de los hombres eran pobreza y un bajo grado académico. En el caso de las mujeres, esos factores se asociaban a la disciplina en el ambiente del hogar (familias severas y padres conflictivos). Ambos sexos presentaron un pasado de conducta agresiva. El factor de riesgo más relevante para mujeres y hombres, tanto agresores como víctimas, fue el registro de conductas antisociales con agresión antes de los 15 años de edad.
3.- Un 27 por ciento de las mujeres y un 34 por ciento de los hombres del estudio declararon haber sido agredidos físicamente por sus parejas. Y un 37 por ciento de las mujeres y un 22 por ciento de los hombres manifestaron haber ejercido esa violencia.
4.- El 65 por ciento de las mujeres que sufrieron agresión física seria, así como el 88 por ciento de los hombres agresores presentaron uno o más trastornos mentales.
5.- Las mujeres que fueron madres a los 21 años de edad revelaron el doble de probabilidad de ser víctimas de violencia doméstica que las que no. Los hombres que fueron padres a esa misma edad evidenciaron tres veces más probabilidades de agredir que los que no».
Por tanto, el asunto de la violencia es algo más que complejo, alejado de las simplistas consignas a las que estamos acostumbrados cuando se produce un (desgraciado) nuevo caso. Aceptando sin conceder la complicación con la investigación-estudio Dunedin, similar a lo que sobreviene en otras, en el que la base para investigar cuántas personas han sido violentadas en el ámbito de género, es importante considerar como «fundamental» un resultado proveniente de esas fuentes; quizás parezca algo aventurado y hasta controvertido, si bien todo resultado en el campo científico es provisional ¿cuál sería el concepto que usan las personas para decir que son agresores o agresoras o para decir que son víctimas? Entonces, ¿qué certeza hay para que una mujer agredida no haya asumido el discurso del agresor y se considere ‘introyectora’ como una «agresora» y así declararse?
Por ello, no es tan solo expresar ¡Y dale con la violencia! Es, en el mejor de los casos, un intento por promover la conciencia individual y colectiva sobre las causas y efectos de un negativo comportamiento que, a la postre, se puede consumar con actos ofensivos, agresivos y hasta mortales. En ese sentido, la comunicación y el diálogo circular desde los núcleos familiares es trascendental; asimismo, convivir con respeto, afecto, inteligencia y equidad en pro de amparar el bien común, la ética, la moral y los justos derechos de todo ser humano en cualquiera de los ámbitos de la vida personal y socio-cultural.
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