Texto e imagen de Fernando Silva
Cuando leemos, debatimos o espléndidamente conversamos sobre las habilidades cognitivas del homo sapiens sapiens, nos permite reflexionar sobre lo que fuimos, clave para entender lo que somos —en términos de seres pensantes y conscientes—, lo cual invariablemente nos refiere a la capacidad para operar competentemente en una determinada actividad, lo que involucra activar y ejercer el entendimiento para profundizar y comprender ¿cómo pensamos y qué queremos ser?, es decir, aventurarnos —sin autoengaño— en el desafío de conocernos a nosotros mismos, adentrándonos en ese complejo cúmulo de actos y procedimientos tendentes a dilucidar, lo que abarca desde la captación de estímulos hasta el almacenaje de sensaciones y emociones como cortesía de la espléndida facultad psíquica por medio de la cual retenemos y evocamos un sinnúmero de hechos pasados, así como de su posterior utilización en su evolución y relación con el lenguaje verbal y no verbal; natural y artificial; expresivo y cognoscitivo; técnico y ordinario; formal e informal; vehicular y vernáculo, además del análisis de la inteligencia y su transformación como elemental herramienta de la aptitud de pensar y, con ello, profundizar en la indagación del aprendizaje llevado a la práctica —como valor de cambio demostrable individual— estable y auténtico del comportamiento producido por la propia experiencia, los prudentes códigos éticos-morales, los preceptos a los que llegamos por consenso bajo la guía de reglas innatas del desarrollo mental, el ser afable con familiares, parientes y amistades, y el digno objetivo de advertir la motivación, el autoconcepto, la autoestima, la autoeficacia, las inquietudes…
Por consiguiente, los términos: Aprender a aprender, aprender a pensar y pensar para aprender, cada vez nos deben ser menos ajenos en pro del sensato desarrollo mental, el bienestar y la felicidad que se conciernen positivamente con el impulso de la prevención de conductas de riesgo y la benéfica salud psicofísica. En ese sentido, se hace comprensible por qué los antropólogos evolucionistas se adentran en vehementes debates en donde manifiestan y refutan sobre cómo era la mente de nuestros ancestros, cuando en la actualidad los procesos mentales siguen siendo un arcano. Naturalmente, no se puede asegurar que nos sublimamos intelectualmente estando en la etapa de transición homínida, pero bajo las pésimas condiciones del medio ambiente en nuestro presente, en donde hemos contaminado y deteriorado los ecosistemas, a nuestra Madre Tierra e incluso nos hemos violentado como especie. Bajo estas circunstancias ¿cómo evolucionar y ser más eficientes, hablando cognoscitivamente? En este entendido, el conjunto de ideas propias, de una colectividad o de una época se han caracterizado por una permanente disputa entre opuestos: bueno y malo, emoción y razón, objetividad y subjetividad. En consecuencia, la constante dicotomía de la «realidad» ¿es fruto de un cerebro dividido en dos hemisferios? En cualquier caso, la lucha de opuestos se ha planteado desde la filosofía moral y la ontología en un constante discurrir: «La mente versus el cuerpo»; «La existencia real y efectiva es a pesar nuestro»; «Sólo es tangible en función a nuestra existencia»; «Está en relación a los métodos del conocimiento y en razón pura»; «La experiencia sensorial como el camino correcto», «Qué es bueno y qué es malo, si todo es relativo»…
Sin duda, nuestro centro nervioso participa en todo cuanto hacemos, incluyendo lo que pensamos, sentimos, lo que realizamos y lo bien o mal que nos comportamos con nuestros semejantes. Es el órgano en donde se concentran todos los elementos que integran la personalidad, el carácter, la inteligencia… Por lo tanto, si funciona de manera apropiada y acorde a valores positivos, nuestras acciones serán reflejo de ello; por el contrario, si experimentamos alteraciones, lo más probable es que padezcamos tribulaciones en el transcurso de la vida. En concreto, cuando nuestro cerebro no sufre graves sobresaltos nos sentimos alegres, saludables y tomamos mejores decisiones.
Sobre lo anterior, que se engarza en la tradición filosófica humanista —en sentido amplio—, incluye a todos aquellos pensadores e investigadores sociales (clásicos y contemporáneos) que han desarrollado sus especulaciones teóricas hacia la concepción de conocimientos en pro del bienestar general y que nos permiten elevar nuestra calidad humana con argumentos de juicio crítico en favor de procurar sociedades justas, empáticas y defensoras de la sujeción del Estado al Derecho, ese que respondió al movimiento filosófico de la Ilustración y representó el triunfo del liberalismo frente al absolutismo y el despotismo ilustrado. Asimismo, esa filosofía política en la que todos los ciudadanos dentro de un país, estado o comunidad, somos responsables ante las mismas leyes divulgadas públicamente —incluidos los legisladores y gobernantes— se consolidó en el siglo XIX y, desde entonces, se encuentra vigente hasta nuestros días. Fue tan innovadora esta conceptualización que implicó un cambio de paradigma, no sólo en la forma de entender al Estado sino que, principalmente, en la función del propio Derecho como límite regulador de la autoridad y frente a la arbitrariedad de sistemas tiránicos, autocráticos y dictatoriales. Por ello, se busca la seguridad y estabilidad social, así como las prácticas operativas y efectivas garantías para la libertad de expresión, de opinión, de culto, de asociación, de circulación, de elección, académica y física.
De ahí que en el primer cuarto del siglo XXI, las especificaciones para un porvenir en donde prevalezca el bien común es un asunto nodal. Cuestiones como los derechos humanos y sus acotaciones de universalidad y progresividad; el medio ambiente, su preservación y defensa; la paz y el desarme armamentista; la sensatez y la lucha contra los extremismos ideológicos; la erradicación de la pobreza e incertidumbre; el denunciar el cohecho y la corrupción; elevar la educación desde los hogares y la formación académica; hacer conciencia y brindar afecto a nuestros semejantes; distinguir entre la razón fundamental del sistema político «Democracia» y las perversiones de las cúpulas oligárquicas aliadas a ideas de la extrema derecha… son parte de los asuntos ético-morales que deliberamos quienes pensamos y actuamos con principios humanistas, con el digno objetivo de vivir en un entorno de respeto, fraternidad, tolerancia, compromiso, confianza, equidad, empatía... Como diría el filósofo y ensayista Daniel Innerarity: «El ser humano es el único de los seres vivos que sabe que hay futuro. Si los humanos se preocupan y esperan es porque saben que el futuro existe, que éste puede ser mejor o peor y que eso depende en alguna medida de ellos».
Como breve epílogo, queda decir que el desconocimiento sobre el porvenir de la humanidad es comprensible, no así la falta de entendimiento, inteligencia y razón natural para sensibilizarnos con el propósito de asimilar el lamentable presente colmado de conflictos bélicos, odio, aporofobia, clasismo, racismo, ignorancia, avaricia, soberbia...
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