Por: Fernando Silva
La noción fundamental sobre la vocación de servicio ha sido intrincada, particularmente en ilación al enfoque o entendimiento que tenemos la mayoría en relación a las personas que pretenden o desempeñan una función, cargo o comisión en gobiernos legalmente constituidos y que en muchos casos —estos aspirantes y/o empleados— no consideran como legítimo el que deben estar comprometidos a vincular su conducta en los principios de lealtad, honradez, imparcialidad y eficiencia, más, cuando se hace énfasis en el bien hacer, los derechos universales y el interés social como conceptos éticos jurídicos cardinales de las facultades y responsabilidades que derivan de sus relaciones personales, familiares y sociales, así como de las esencias con sus colegas, compañeros, directivos, funcionarios, pero principalmente, orientada por el ideal de atender de manera integral las necesidades de los ciudadanos y residentes.
En ese sentido, un sinnúmero de antropólogos, historiadores y sociólogos, plantean dos primordiales argumentos para razonar tal osadía:
a) Que la ética y la política son desemejantes e imperadas por preceptos y objetivos diferentes.
b) Que hay dos pautas de valoración, los parámetros públicos de cada gobierno —con sus respectivos objetivos— confrontados por dictámenes privados —con sus reglas, medios y fines— tácitamente distintos a los órganos superiores del poder ejecutivo, legislativo y judicial de cada nación.
Aquí cabe subrayar una tercera reflexión que indica: Tal diferenciación se considera como no viable, ya que la disposición ética —en cualquier ámbito— es lo mismo, por ende, se deben procesar con los equivalentes criterios que tienen jueces y tribunales para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, ya sea que se trate de cualquier servidor público, así como de una persona física o moral.
Al parecer, tales deliberaciones radican en la profundidad de la definición, partiendo de la determinación de si existe el objeto de polémica, es decir, la práctica efectiva de la ética pública, lo que nos lleva a cuestionarnos sobre ¿por qué se han acrecentado las conductas en oposición a la integridad y honradez como la corrupción y múltiples delitos dentro de los gobiernos e instituciones públicas en todo el mundo? Tan singular crisis de orientación, factiblemente tenga relación —a pequeña escala— con sensaciones de insatisfacción o incluso de fracaso, lo que genera conductas nocivas y/o patológicas; —y a gran escala— con los fraudes electorales; abusos e ilegalidades de presidentes de las naciones, ministros de justicia, jueces, senadores, diputados, dirigentes de partidos políticos, militares, policías, embajadores y toda aquella persona que ocupa algún puesto de trascendencia e interés público; además de transgresiones vinculadas con el crimen organizado; otorgamiento de concesiones para uso de bienes del dominio de la Federación (consentir permisos, franquicias, extensiones, subsidios, contratar deuda que no esté dentro del marco normativo…); promover negocios públicos ajenos a su cargo; no acreditar la legítima coherencia entre sus ingresos y extraordinarias sumas de dinero en cuentas bancarias personales y/o de familiares; reunirse con sus pares para tomar medidas contrarias a una ley, reglamentos y disposiciones generales, manipulación de la justicia y un sinfín de abyectas tropelías.
En esta dirección, las conductas que exteriorizan muchos servidores públicos a partir de la insolencia, corrupción, negligencia, arbitrariedad, violencia, el incumplimiento de leyes, reglamentos y demás disposiciones normativas; así como utilizar en provecho de perversos intereses a medios masivos de comunicación; la informalidad de sus funciones, atribuciones y comisiones encomendadas; el abuso de funciones y autoridad; obtener cargos por influyentismo y, peor aún, sin tener el conocimiento necesario; la acumulación de bienes materiales por lavado de dinero u otras vías; el uso premeditado e irracional de la fuerza física, verbal o psicológica como amenaza contra personas, grupos o comunidades; exhibir soberbia, racismo, clasismo y cualquier forma conexa de intolerancia con la que se dañe a una persona por su condición o género… laceran la confianza y acrecientan día a día las denuncias presentadas ante los diversos órganos de control jurídico de los gobiernos, por lo que es uno de los temas de mayor relevancia cívica en cuanto a la observación de su desempeño y, en su caso, el lograr que se aplique con eficiencia la correspondiente justicia.
Contundentemente, estos malogrados escenarios repercuten de manera directa en el capital social que impera en los entornos personales, familiares, laborales, académicos y políticos-sociales, en el entendido de que toda administración pública no es más que una extensión de la sociedad a la que sirve. En consecuencia, la cómplice valuación que parte significativa de la sociedad civil le brindan a delincuentes que fomentan el cohecho y la corrupción —en función de dominio económico o de ostentosa posición jerárquica en una empresa o instancia gubernamental— es el perjudicial caldo de cultivo para la proliferación de una cultura en la que los valores éticos encuentran impedimentos para proteger y dignificar principios que se consideran positivos de un ser humano y que refieren características, cualidades y propiedades con respetable repercusión. En tan deplorable circunstancia, se observa complicado concebir la tentativa ética en la labor pública y, más aún, que sea intrínseca al resurgimiento de la significación o importancia de hacer lo que corresponde con efectividad en pro del bien común, del fortalecimiento de los valores y el amparo de los derechos universales.
Por consiguiente, si no hacemos conciencia y participamos con sensata voluntad en la procuración de los cambios que eleven la calidad humana, qué sentido tiene hablar sobre ser mejores personas, mejores padres, mejores profesionales... Asimismo, cabe destacar que la ética social no es moral en virtud de que ésta (la moral) define lo «bueno» en consonancia a lo que dicta la sociedad en la que se cohabita, defendiendo el cumplimiento de las normas surgidas principalmente de las costumbres, mientras que la ética ampara los principios que guían el comportamiento. En ese entendido, se acepta como bueno y lo que se decide acatar teniendo las adecuadas consideraciones con los demás, es decir, el respeto a terceros, aunque se desafíe a las tradiciones. En concreto, la función de la ética —como disciplina— es analizar los preceptos de moral, deber y virtud que guían el comportamiento hacia la libertad, la justicia y la paz.
Descaradamente, la corrupción como el soborno se han expandido y establecido en todo el mundo. Por ello, los desvíos de recursos naturales y económicos en beneficio de cúpulas oligárquicas siguen siendo una atroz realidad, no sólo en los países en vías de desarrollo, sino especialmente en los que se asumen desarrollados. Al respecto, la revolución de la información y la explosión de las comunicaciones han hecho del deterioro de los valores, usos o las malas costumbres un escándalo de alcance global al poner en evidencia las negativas gestiones del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y hasta la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU); análogamente —desde las entidades privadas— como el grupo Bilderberg y las oligarquías, así como las que planifican y organizan los Juegos Olímpicos, los mundiales de fútbol, la Fórmula 1, los torneos de Grand Slam…, todo bajo el turbio amparo de los dos bloques económicos de mayor impacto en el mundo: la Unión Europea y los Estados Unidos de América.
Entonces, si comprendemos y hacemos valer la preeminencia de que todo servidor público debe ser ejemplo de ética para empoderar a la ciudadanía, así como para fortalecer la confianza en las instituciones gubernamentales y privadas, mejorar la educación, la salud física y mental de la humanidad, la alimentación, la seguridad, el Estado de Derecho, la economía de la gente… lograríamos al mismo tiempo la disminución de la delincuencia organizada, la violencia, el terrorismo y demás amenazas que alteran el bienestar de todo ser viviente.
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