Por Fernando Silva
En la evolución de la humanidad, el pensar constituyó un proceso comparable a un salto cuántico que transformó a la tribu Hominini por la acción de diversos factores intrínsecos y extrínsecos en el que transitaron nuestros ancestros directos, incluyendo a los Australopithecus, al Homo habilis, al Homo erectus, los Neardentales, el Homo sapiens arcaico, hasta llegar al Homo sapiens - sapiens (anatómicamente, el hombre moderno). Obviamente, no sólo se dieron transmutaciones biológicas como la bipedestación, caracterizada por adaptaciones en el esqueleto para andar erguidos de forma habitual o la visión estereoscópica, sino que se originaron espléndidas variantes culturales que provocaron descomunal distancia entre el género Homo y el reino Metazoa, aún cuando procediéramos de un mismo origen. Por lo tanto, repasar nuestro desenvolvimiento y reflexionar sobre los resabios de «animalidad» que queda en nuestro comportamiento, los dilemas morales y éticos que nos acompañan, así como saber ¿en qué momento aprendimos a representar en la mente la imagen de alguna cosa o de alguien, suponer algo a partir de ciertos indicios e inventar y crear una realidad indeterminada cuya identidad no se conoce o no se especifica?, es una responsabilidad que apremia y nos invita a razonar sobre qué sigue en lo inmediato y en lo futuro. Quizás la inteligencia artificial sea la idea quimérica para una «vida eterna» en la que no se padezcan diabetes, cáncer, ébola y otros patógenos, pandemias, guerras, desamor, enfermedades física y mentales, estupidez...
En lo que se presenta ese posible porvenir, actualmente asumimos que cavilamos en cuanto tenemos la posibilidad de examinar mentalmente algo con atención para formar un juicio; pero esta facultad para hacer o no, ninguna circunstancia garantiza que seamos capaces de realizar con certeza tal aptitud si no se tiene el conocimiento y no se discurre con argumentos para demostrar una proposición, o para persuadir respecto a lo que se afirma o se niega, más, cuando no se aplica el necesario raciocinio —que se tiene por concluyente para probar algo con razones justas y convincentes— por lo tanto, actuar y decidir sobre diversos asuntos sin tan elemental potestad es desempeñase con lamentable mediocridad y, por ende, lograr poco o nada. De ahí que resulte hasta deplorable, el que como especie gocemos de tan espectacular condición evolutiva e infinita oportunidad de sana interacción social —potenciada por la tecnología que se encuentra al alcance— y que alarmante número de personas no aproveche sus capacidades para valerse de los medios que proporcionan colosal volumen de conocimiento en favor de innovadoras ideas, así como potenciar, entre otros aspectos, la creatividad en bien común y la paulatina intervención de instrumentos en la estructuración de las buenas acciones y del lenguaje inclusivo —en cuanto al género— y como sistema de comunicación estructurado para el que existe un contexto de principios éticos y morales.
Francamente, no hay justificación para no pensar, y si lo hacemos, que sea en función de los derechos universales. En ese entendido, en los casos de violencia interpersonal, colectiva y étnica-cultural, se reflexionó sobre cómo y cuándo llevar a cabo las estrategias para lograr la brutal actuación, entonces ¿por qué no razonar así para hacer el bien? Quizás la respuesta se encuentre en la genómica de nuestra masa encefálica. La «humanización» del cerebro lo convirtió en un órgano insólito, permitiendo una reorganización estructural en su composición celular, lo que explica las notables capacidades cognitivas, claves —en teoría— para la digna y libre realización como seres individuales y con vocación de vida. Por consiguiente, es importante no pecar de inocencia. El abordaje de este asunto no deja de tener sus laberintos, en tanto nos cruzamos con vertientes interpretativas, buscando un soporte filosófico con la intención de precisar el «mal» y «buen» funcionar —desde la perspectiva de quién lo presente o sobre la base moral de una sociedad— al tiempo que formulamos respuestas que no dejarán de ser provisorias. Aquí la conciencia, como el entendimiento que se tiene de sí mismo y según el cual cada ser humano juzgamos la moralidad de nuestras acciones —especialmente en torno a una actividad mental lúcida cuyo objetivo es adaptarse a las circunstancias— representa un proceso desarrollado para organizar nuestro entendimiento a partir de emplear útilmente la práctica prolongada que proporciona el conocimiento adquirido por las situaciones vividas subjetivamente. Naturalmente, nuestra capacidad reflexiva es resultado de un desarrollo ontogenético, en donde la mente advierte sus propias operaciones a través de la sensación y la reflexión, de las cuales adquiere las ideas correspondientes, por lo que como actividad mental consciente requiere tiempo, imponiendo el desarrollo previo de una capacidad representacional que nos permite distanciarnos de los condicionantes externos de la percepción sensible e introducirnos en el lenguaje de los símbolos, de las imágenes mentales, de los conceptos; al principio, sin una conciencia diáfana y clara, pero que posteriormente reconoce los propios actos y sus consecuencias, así como qué percibimos, recapacitamos y sabemos en función de acrecentar el respeto, la dignidad, la empatía, la bondad, la tolerancia, la honestidad, la solidaridad…
Por lo anterior y con miramiento, procuro ser lo que ahora se entiende como «políticamente correcto» en esa intención loable y en un intento de evidenciar e impedir situaciones de exclusión y de flagrante injusticia, pero ¿se modifican las conductas por un cambio en su mera designación? Si alguien piensa que acabo de decir una perogrullada, simplemente observe su entorno ¿cómo es posible que alto porcentaje de la sociedad esté perturbada por su situación, incluso, si se encuentra en buena posición social? ¿Por qué han vendido su conciencia y no precisamente al mejor postor? Al parecer, no queda mucho del pensamiento en bien común ¿y esto es fortuito? Por supuesto que no, está planificado con antelación por una veintena de familias envanecidas y que tienen la riqueza equivalente a 3,800 millones de personas —la mitad de la población mundial— mientras que 3,400 millones aún tienen dificultades para satisfacer sus necesidades básicas, según el Banco Mundial. En tan ignominiosa realidad, si las guerras, la falta de oportunidades económicas y de empleo, la inseguridad, el racismo, la hambruna, la violencia de género, el cohecho y la corrupción, la pandemia, la contaminación, el calentamiento global… acarrean millones de víctimas mortales, así como negativas consecuencias al planeta ¿Por qué no modificamos el dramático escenario y brindamos ecuánime compromiso para apuntalar el progreso individual y social, mejora de vida y hacer patente los derechos humanos, entre otros tópicos? Simple, porque los que se autodenominan «Los amos del mundo» impiden hacer que el sistema responda a las necesidades de la humanidad. Esto lleva a distorsiones de todo tipo y a sostener que nada es más peligroso que aplicar juicios racionales con este protervo y minúsculo grupo que embauca e induce al error para sacar desquiciado beneficio a costa de los demás.
Tales permutaciones palmoteadas por una derecha radical —en el aspecto extremista de la política— se mantienen con un poderío ideológico que provoca algo más que inquietudes, mismas que quebrantan la democracia y el sano clima sociocultural. Por lo que vale luchar por un estado de bienestar, con alto grado de educación y en donde el pensar regule a favor de elevar la calidad humana y de erradicar la sujeción por la cual se ve sometida buena parte de la humanidad.
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