Por: Fernando Silva
La facultad o capacidad de ser comprensivos y sensibles debería ser nuestra principal característica y, con ello, en todo momento defendernos principalmente a nosotros mismos contra esa despiadada incitación hacia la maldad e, incluso, dejar de considerar que somos la única especie consciente, no sólo en el planeta Tierra, sino en todo el Universo. En este entendido, es fácil observar que hay un porcentaje de personas que evidencian cercanía a los conocimientos del pensamiento fenomenológico, de la filosofía trascendental, de la ciencia grecomedieval o de las ideas fundamentales en pro de elevar el criterio, asimismo, hay quienes consumen, culturalmente hablando, otros contenidos, que quizá no sean del interés de los antes mencionados, pero que indudablemente cuentan con información o temas atractivos que simplemente no conocen. Por lo tanto, no es cuestión de quién es mejor en función de lo que se sabe, sino de la calidad humana a partir de actuar en bien común. De ahí que hacer conciencia —entendida como la plataforma de la ontología y de la racionalidad en la constitución de la realidad, así como del modo de aprehenderla— es vital para dejar de exhibir día a día despreciables y hasta condenables conductas, propiciadas predominantemente por los complejos de superioridad o de inferioridad.
Tales perturbaciones, caracterizadas por la incomodidad social y la tendencia a evitar el contacto interpersonal, quizá sea en buena parte por padecer el síndrome de Asperger o los trastornos de personalidad narcisista; desafiante negatividad; del control de la ira, así como sufrir algún tipo de depresión, por mencionar algunas patologías, ya que de otra manera, no es comprensible tan alta y grotesca manifestación de ideas aceptadas como la del capitalista despiadado y sin ninguna clase de escrúpulos; del perfil del abusador y embustero; incluso, de quienes expresan sentimientos de odio y deseos de dañar a otra persona, animal u objeto, además de herir física y o psicológicamente a sus semejantes. En concreto, ser faltos de inteligencia y percepción a ojos del que, de otra manera, manifiesta sentimientos alejados al afecto, la empatía y la comprensión, pero eso sí, asegura ser «buena persona».
El filósofo Thomas Hobbes sostuvo que lo que impulsa a mujeres y hombres hacia la malicia es, en gran medida, el miedo y el egoísmo, siendo el estado de su naturaleza —la guerra de todos contra todos— una reacción germinada en la desconfianza. Asimismo, definió 19 leyes de naturaleza humana, de las que destacan: la que refiere a que cada persona debe empeñarse por lograr la paz —tanto individual, como colectiva— mientras que tiene la esperanza de conseguirla, y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las asistencias y ventajas de la guerra. Otra, dice que la humanidad debe acceder a renunciar a este derecho de tener todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad frente a los demás con respecto a él mismo.
En análisis equiparado, el polímata Jean-Jacques Rousseau expuso que el ser humano está encauzado naturalmente hacia el bien hacer, pues todos nacemos buenos y libres, pero la educación tradicional subyuga, devasta su naturaleza y la sociedad acaba por corromperlo. Tal aseveración la respaldó en la teoría del buen salvaje, por lo tanto, el ser humano —en su condición primigenia— es bueno y cándido, pero el vínculo social y cultural, con sus males y sus vicios lo pervierten, llevándolo al desorden físico, moral y corrompido por la sociedad capitalista, cuyo sistema, erigido sobre la explotación del hombre por el hombre, y donde cada individuo debe luchar encarnizadamente para mantener sus privilegios y posesiones, es fundamentalmente egoísta, individualista e injusto y contrario a la naturaleza de ser humano.
Y el filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, biógrafo y crítico literario Jean-Paul Sartre, no aseguró que la humanidad fuera buena o mala; él se fundamentaba en la filosofía existencialista, concerniente a la realidad concreta, dicho de otra manera a la conciencia de la libertad, por lo tanto, la vida no tiene un sentido, sino en la medida que se va desarrollando y ejerciendo la facultad natural que tiene toda persona de obrar de una manera o de otra, y de no ejecutar o practicar algo sin que su voluntad se lo establezca, por lo que es responsable de sus actos, por consiguiente, la vida sólo tiene sentido como compromiso y acción en el mundo de las existencias de los otros, de la sociedad.
Asimismo, impugnó la existencia de una naturaleza —espiritual o física— que pueda determinar nuestro ser, destino y conducta. Para él, el ser humano en su origen es algo indeterminado y sólo nuestras elecciones, así como las acciones forman el perfil de nuestra individualidad. A este respecto, al ir creciendo vamos forjándonos para ser individuos con ética y moral, en el entendido de que nacemos siendo, ni buenos ni malos, sino neutrales, pero en la sociedad existen reglas y derechos, que sabemos se deben de acatar, ya que tomamos decisiones por el simple hecho de que somos seres racionales.
Por lo expuesto, es fundamental renovar un genuino interés por la vida virtuosa, como una reacción contra los modelos fundamentalistas y autoritarios que someten y comprimen la moral a la formulación de normas establecidas por oligarquías y cúpulas de poder que quieren controlar todo. Es evidente que en la vida no se trata solamente de respetar patrones, sino de asumir la parte de la filosofía que trata sobre hacer el bien y de establecer las bases sociales a partir de los valores universales y, por ende, de la respetabilidad lograda por justo mérito.
Lamentablemente, en buena parte de las sociedades se tiende a creer que todo incremento del poder constituye sin más un progreso, un aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de energía vital, de plenitud, pero ¿para quién? Como si en el escenario global el bien y la verdad surgieran espontáneamente del corrompido poder político y económico. El hecho es que estamos lejos de hacer uso de la autoridad, la soberanía y la cooperación con acierto. La voluntad por evolución en beneficio de todos va acompañada de un desarrollo en responsabilidad y conciencia social para elevar la calidad humana. Por desgracia, el individualismo fomentado en los sistemas neoliberales y ultraderechistas disminuyen la libertad de elección, lo que acarrea incertidumbre, indiferencia, falta de respeto y división social, por consiguiente, alto grado de violencia.
Por ello, el cuestionamiento de ser violento ¿está ensoberbecido? Por lo que cada uno de nosotros, como una totalidad, nos relacionamos con la cultura que corresponde a la colectividad en la que interactuamos; cualquiera que sea el concepto que se utilice, vamos a estar influenciados por ella. Este hecho determina el significado del proceso salud-enfermedad mental con la que convivimos, por lo tanto, la función de la ética como nexo entre norma y valor deontológico, está acercando el interés por la moral, la dignidad, la empatía y el civismo para resolver el problema de conductas que no corresponden a nuestra condición de ser —se supone— pensantes y comprometidos con los valores y derechos humanos por medio de comités morales, a razón de que hemos perdido brújula, ya que por las constantes manifestaciones de imbecilidad vamos malogrando el entendimiento, lo que permite advertir que está resultando fácil justificar —para buen porcentaje de la gente— el no concebir la diferencia entre bien y mal.
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