Por Amira Armenta
Sobre la huella ecológica
de la actividad militar,
uno de los temas tratados
en el XVI Foro Internacional
de Greenaccord sobre
la protección de la naturaleza.
Siempre me ha llamado la atención que cuando se habla de emisiones de dióxido de carbono, nos limitamos a mencionar las producidas por las energías fósiles, y cuando se habla de contaminación y destrucción de la naturaleza, nos referimos sólo a los residuos tóxicos de la producción industrial. Y nunca se menciona una de las peores fuentes de devastación medioambiental como es la causada por toda clase de proyectiles y bombas que se lanzan en las guerras. Cuando se habla de reducir el daño ambiental, el tema de los estragos que causan las guerras es como el elefante en el cuarto, una evidencia contundente que nadie parece querer ver.
Por eso resalto en esta nota la presentación que hizo la periodista ucraniana Alla Sadovnik, en el reciente Foro Internacional de Greenaccord, que tuvo lugar la semana pasada en Roma/Frascati.
La periodista presentó imágenes en las que se ve cómo las bombas rusas han arrasado con campos, bosques, hábitats naturales, tierras fértiles, y han contaminado ríos e importantes fuentes de agua.
Amplias zonas del país están ahora sembradas de minas antipersonales.
Las bombas se han dirigido contra la infraestructura industrial, de agua y alcantarillado, han destruido embalses generando no sólo una extensa contaminación sino inundaciones en tierras de cultivo.
La guerra en Ucrania es un desastre humanitario cuya primera víctima es su gente. Pero es también un desastre ambiental con consecuencias quizá irreversibles, que sobrepasan los límites de la frontera nacional. Los bombardeos rusos en territorio ucraniano han generado emisiones muy superiores a las que produce una multinacional petrolera en un año, o a las que produce anualmente un país como Bélgica. Entonces, ¿por qué en los acuerdos internacionales para la reducción de las emisiones, nadie habla de reducir las guerras?
Si tenemos en cuenta que en estos momentos hay más de cincuenta conflictos armados, de mayor o menor magnitud, en todo el mundo, nos podemos hacer una idea de la catástrofe ambiental que se produce a diario en el planeta. En estos momentos la actividad militar genera 5,5 por ciento del total de las emisiones masivas de carbono a la atmósfera. Pero a eso hay que añadir el legado tóxico de la actividad militar, pues la contaminación permanecerá en la naturaleza mucho tiempo después de acabar la guerra.
En cuanto al otro gran conflicto armado del momento, la guerra de Israel en Gaza, “...estudios recientes sugieren que durante los dos primeros meses de la invasión israelí de Gaza, en Palestina, la huella de carbono fue superior a la de 20 de las naciones más vulnerables al clima del mundo. Aproximadamente 99 por ciento de las 281 mil toneladas métricas de dióxido de carbono liberadas en este periodo procedieron de los bombardeos aéreos y la invasión terrestre de Gaza por parte de Israel”. Eso nada más los dos primeros meses. Tierras de cultivo y arboledas han sido destruidas. Los bombardeos han producido millones de toneladas de escombros contaminados con sustancias peligrosas.
Los ejércitos son voraces consumidores y derrochadores de energía. “...incluso antes de que se dispare el primer tiro, los ejércitos permanentes son hostiles al clima”, debido al consumo de combustible para el transporte de gente y armamentos pesados. Es bien sabido que las fuerzas armadas estadounidenses son las mayores consumidoras institucionales de petróleo en el mundo.
¿Por qué casi no se habla de esto? Los acuerdos internacionales proponen disminuir las emisiones, hablan de una transición verde y se fijan plazos para enfrentar el cambio climático, pero no se incluye en estas conversaciones el impacto ecológico de la guerra, que desde hace unos años no ha hecho sino empeorar.
Si los gobiernos fueran consecuentes con el propósito de mantener la temperatura en cierto límite, como propone el Acuerdo de París, y de disminuir considerablemente la cantidad de gases nocivos en la atmósfera para 2030, y del todo en 2050, entonces tendrían que ponerle serias restricciones a las guerras.
Establecer límites, como que después de 2030 la actividad militar represente sólo un 50 por ciento de lo que es hoy; que se prohíba el ataque a ecosistemas vulnerables (algo que está ya en las convenciones de Ginebra pero que no se cumple), y el uso de armas particularmente contaminantes. Con el objetivo de que en 2050, o pongamos en 2075, no se dispare en el mundo ningún arma capaz de dañar el ambiente.
Está claro que esto suena tremendamente ingenuo. Pensar en enverdecer las guerras es un sinsentido. ¡Quién le dice a Putin que restrinja su maquinaria de guerra! ¡Quién le dice al ejército estadounidense que recorte su presupuesto militar y su multimillonaria venta de armas en todo el mundo! Si el sistema de convenciones de Naciones Unidas funcionara como es debido, la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático exigiría a los ejércitos de los países reportar sus emisiones —incluso a los Estados Unidos, que no lo hace con argumentos de 'seguridad nacional'— y comprometerse a reducirlas. Así como se comprometen (aunque no siempre cumplan con los plazos) las empresas de energía y de la industria en general.
El Foro de Greenaccord proporcionó a los participantes una información especializada en mútiples temas sobre transición, desarrollo sostenible, reciclaje de desperdicios, mejores técnicas agrícolas. En síntesis, cómo los sectores económicos pueden avanzar protegiendo la naturaleza; cómo se puede construir una arquitectura financiera que gestione eficazmente el cambio climático. Pero, ¿de qué servirá seguir avanzando en técnicas de reciclaje, en la producción verde, en la generación de redes fotovoltaicas más eficientes, etc., si cualquier día un jefe militar o político con el poder suficiente decide arrojar bombas que destruyen un gasoducto, una planta de energía nuclear, miles de hectáreas de bosques... O simplemente arrojar una bomba nuclear, como ya algunos han amenazado.
Los ejércitos se están cargando el medio ambiente con toda impunidad. Ahora se habla de 'ecocidio' para referirse al daño masivo o sistemático de un ecosistema. La guerra es la peor forma de ecocidio.
El concepto de transición energética, para que de verdad funcione, también debería aplicarse al sector de las armas. En estos momentos, con tantas guerras en curso, es cierto que esto suena muy naïf. Pero, al menos, nada se pierde comenzando a hablar de ello, incluyéndolo en las agendas de las conferencias internacionales sobre el clima.
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