Por: Fernando Silva
La peculiar capacidad de emitir un mensaje a sabiendas de que es falso es una cualidad distintiva de nuestra especie, ya que somos capaces de hacer hasta lo innombrable para engañar de manera premeditada. Por lo que para comprender el daño emocional —también conocido como abuso mental o psicológico— que genera la manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente desde el punto de vista cognitivo, es elemental observar y reflexionar los modos en que ésta se concibe: embaucar, amenazar, atemorizar, condicionar, explotar, rechazar, ignorar, insultar, humillar, ridiculizar, dañar la reputación… Asimismo, al no prestar apoyo perteneciente o relativo a las emociones; desatendiendo los imperativos afectivos; generando acoso sexual disfrazado de aprecio; violencia hacia menores de edad escudados en la «educación» y un sinfín de transgresiones. En la misma medida, no podemos dejar de lado los degradantes procedimientos en la privación de la libertad, la prevaricación y la violencia de todo tipo. Sin lugar a duda, el principal requisito para embaucar y/o traicionar la confianza lo tenemos en el lenguaje. ¿Necesitamos algo más? Por supuesto, una o varias víctimas.
En este entendido, alto porcentaje de las representaciones mentales que se conjeturan tienen la capacidad de apartar el juicio de la realidad inmediata, por añadidura, mucha gente prorrumpe inconscientemente opiniones para contradecir hechos, implantar suposiciones y hacer referencia del pretérito con certeza sobre vicisitudes que nunca sucedieron; además de inducir al engaño con mayor facilidad cuando sabe o intuye que las personas que le escuchan tienen un concepto de la «realidad» poco informado e, incluso, desconocen sobre un asunto en particular. De ahí que también sean capaces de modificar las creencias de los demás para conseguir un objetivo personal o de caterva. Al respecto, y en consonancia con los científicos sociales, tan singular proceder es una derivación de los mecanismos del sistema psíquico estudiado en «La teoría de la mente» por filósofos, psicólogos, antropólogos, historiadores y humanistas, para designar la capacidad de atribuir pensamientos e intenciones a las personas, que al afrontar determinadas situaciones o reacciones personales inaceptables —incluso para ellos mismos— la estructura psicológica de sus creencias o su forma de pensar se torna inestable. Aquí es razonable cavilar lo siguiente, cuando una persona resulta irritable o incómoda en la opinión de alguien y, además, falta a la verdad, es fácil que se le llame farsante, embustera, hipócrita, impostora…, pero cuando le resulta amable, simpática, divertida o le admira, es evidente que le resulta intrincado utilizar los perniciosos términos, por grave que haya sido la carencia de veracidad y el propósito.
Una postura esencial —en un estado de ánimo pragmático— en donde una mentira no puede evaluarse de forma independiente, ilimitada o que excluya cualquier relación, sino que siempre a la luz de las circunstancias, las intenciones, los objetivos y los resultados, debe admitir una averiguación serena del cómo y porqué se miente, explorando estratagemas para inutilizarla de manera sosegada y comprometida —aunque parezca contradictorio— para no ser víctima inconsciente de ella, así como para mejorar nuestras relaciones personales y sociales. Asimismo, tener en cuenta que los engaños suelen fallar, por ejemplo, cuando la víctima de la martingala descubre la falsedad de manera fortuita o que otra persona denuncie al embustero. Paralelamente, es posible percibir señales sobre la delación del victimario al examinar atentamente los cambios en sus expresiones: un movimiento del cuerpo, una inflexión en la voz, ritmo respiratorio irregular, tragar saliva, largas pausas entre las palabras, un desliz verbal, un ademán que no corresponde… Ya que son impulsos naturales que no puede evitar quien miente, evidentemente, hay falsarios que se preparan y ejecutan su actuar al grado de merecer el Premio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas —popularmente conocido como Premio Óscar— Pero ¿por qué no sucede esto en todos los casos? Simple, tan sólo por dos principales razones: los pensamientos y los sentimientos. Es algo más que una contumacia ocultar y/o inventar emociones.
Al respecto, hay que tener presente que la estructura y mecanismos de dominación —a partir del engaño— pueden ocasionar que quien sea sometido adopte la misma actitud de su opresor, ya que este «poder simbólico» no puede ejercerse sin la participación inconsciente de quien lo padece. Naturalmente, no es que se hable de complicidad ni de consentimiento, sino de reflexionar y comprender cómo el miedo, por ejemplo, puede perturbar el entendimiento de lo justo y meritorio, al grado de llevar a alguien a ejecutar, incluso, las peores atrocidades, por consiguiente ¿qué hace que parte de la humanidad lleve una vida decente e íntegra, y que la contraparte ejerza con descaro desde actos de vituperio hasta transgredir violentamente los derechos fundamentales? Aquí cabe un marco de referencia de los conceptos jurídicos: «Desde la época del Derecho Penal Romano, partió el principio legal, según el cual el engaño es, en cierta forma, un modo de la intelección y, por ende, un arma natural del hombre para defenderse. De ahí que los juristas romanos distinguían entre el dolus bonus y el dolus malus; de los que se sigue, que en el pensamiento romano no existe per se una condena del engaño. Con el correr del tiempo, esta concepción produjo que la parte opuesta debía defenderse de los engaños de su interlocutor; lo cual derivó jurídicamente en dos grandes consecuencias: La primera de ellas que todo el sistema del Derecho Privado reposa, no sobre la buena fe de las partes, sino sobre su capacidad de evitar las trampas de los demás. La segunda, en el Derecho Penal, en donde la conducta del sujeto pasivo se convierte en parte del tipo penal de la estafa; porque solamente se sanciona al estafador si el engaño por él utilizado aparece revestido de ciertas cualidades (magna calliditas) capaces de engañar. […] El problema de la vaciedad conceptual no sólo se presenta en lo legislativo, sino también en lo doctrinario. Todas las definiciones de engaño o ardid, presentan el vicio de la circularidad; pues todas pretenden definir el concepto desde y por él mismo, olvidándose que el medio utilizado es siempre engañoso».
Un estudio publicado por la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia expone que la mistificación consiste en que una persona «da una explicación plausible sobre su conducta, pero falsa en los aspectos más relevantes de su realidad, con el objetivo de mantener el poder en una relación. Significa básicamente una mentira de apariencia impecablemente razonable, con la que se mantiene una situación en la que se logra que otro haga o no haga, piense o no piense, sienta o no sienta de la manera que el mistificador quiera». Entonces, cuando ésta se da en un entorno de pareja, puede significar violencia psicológica invisibilizada. La terapeuta Diana Rivera, académica de la Escuela de Psicología de la Pontificia Universidad Católica de Chile e investigadora en el Instituto Milenio de Investigación en Depresión y Personalidad (MIDAP) explicó que «es un proceso que tiene como objetivo que la persona mistificada se sienta confundida o culpable, y que tienda a pensar que su manera de percibir y actuar no es válida ni deseable. La víctima comienza a descalificar su autopercepción y duda de su lógica, y las personas que llegan a la consulta por estos temas explican estar ‘cansadas de perder en las discusiones, porque aunque no sé cómo sucede, siempre me ganan, y quedo como quien no sabe argumentar’».
Sin lugar a dudas mistificar es otra forma de violencia. Lamentablemente, quien miente de manera habitual usa el «recurso» de seguir con más mentiras, lo que le genera alto grado de estrés, poniéndolo en alerta constante por el miedo a ser descubierto. Por lo que cualquiera puede pensar en qué necesidad de vivir en tan angustiante situación, cuando es posible dirigir los pensamientos y las acciones hacia las bondades que brinda conducir la vida en pro del bien común, el respeto, la aceptación de uno mismo, la dignidad, la cordialidad, la fraternidad y la paz interna.
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