Por: Fernando Silva
La organización social es una modalidad integrada al marco normativo de los gobiernos con quien interactúa de diversas maneras. Por principio, tal estructura está constituida por grupos de la sociedad civil activa —informada y comprometida— que vinculamos libremente nuestros desempeños para alcanzar propósitos en pro del bienestar general, por lo que para lograr los objetivos, nos coordinamos en una red de relaciones de interdependencia denominada «Patrón Sinérgico». Estas importantes estructuras, regularmente se disponen en torno a las relaciones y responsabilidad de autoridad moral-experiencia, cuyas configuraciones espacio-temporales componen parte de la cultura cívica en cada sociedad. Tener presente que las agrupaciones humanas han existido desde los primeros del homo sapiens sapiens, incluso antes, indudablemente con sus variantes, según las necesidades y características en cada etapa de nuestra evolución. En ese sentido, primero nuestro instinto gregario y posteriormente la facultad de observar y pensar, nos han llevado a buscar seguridad, defender lo que consideramos justo, administrar los recursos naturales y la obtención de beneficios en lo común. De esta manera —en lugar de arriesgarnos en solitario— operamos estructurados como un frente común, divisible a su vez en múltiples culturas, territorios e incluso en entidades conocidas como tribus; lo que otorga sentido a la comunidad en la medida en que operamos agremiados, pudiendo así repartirnos las tareas para avanzar en las diversas finalidades con mayor certeza, al mismo tiempo que agenciamos —de modo interdisciplinario— una heterogeneidad de asuntos educativos-formativos, laborales-económicos, de previsión y justicia social…
Para llegar a buen puerto en lo que respecta al interés general o a los bienes comunes (tangibles e intangibles) vale observar y dilucidar un aspecto algo escabroso que se precisa en las discrepancias ideológicas. Si partimos de que la ontología de la ideología es funcional sólo cuando se delimita el campo de acción en el legítimo desenvolvimiento social y no cuando parte de la tóxica influencia —como una forma de sujeción o dominio— que enajena a la gente y a la conciencia colectiva de su propio pensar, es posible comprender cómo el discurso metafórico puede designar varios aspectos: desde una reflexión independiente de la realidad social —la mentalidad o el pensamiento voluntario de cada individuo— como medio imprescindible para que la población —que las regula— viva sus relaciones dentro de una estructura social, hasta un conjunto de ideas engañosas —como las impregnadas de información falsa en los medios de comunicación masiva— orientadas a la acción de personas que obedecen sumisamente a una voluntad ideologizada por dogmas o intereses oligárquicos. Así, un sinnúmero de nociones fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político regularizar y hasta legitiman, por ejemplo, las fechorías de los poderes fácticos.
Aquí es trascendental diferenciar lo que consideramos correcto y aceptar la voluntad de la mayoría sin corromper la armonía ni la convivencia con insultos, hipocresías ni actos impulsivos. Asimismo, desde el ámbito familiar es vital que surja la moral como guía de lo bien o mal visto por la cultura que predomina en cada sociedad, entendidos de que es resultado de un consenso establecido mediante mecanismos que no condicionan el pensar, ya que de lo contrario, se da pie al surgimiento de fundamentalismos extremos, delincuencia organizada, grupos paramilitares o de violencia de todo tipo. Por consiguiente, dentro de los procedimientos considerados como ideológicos se encuentra el hecho de trasformar en bienestar de todos, permitiendo el cambio sociocultural y económico-político como avance democrático, o en pocas palabras hacia un mejor devenir. Esta preposición mantiene relación directa con la noción de autodeconstrucción. Por lo tanto, todo conocimiento de la «realidad social» es circunscrito desde puntos de vista particulares, así, por ejemplo, los saberes de un científico social influyen en la construcción del esquema conceptual utilizado en su investigación; por consiguiente, el conocimiento producido es universal en la medida en que es visto como válido para todos, independiente de su origen —en términos de su importancia cultural— lo cual supone una orientación evaluativa; por ende, lo que es percibido como importante depende de nuestros valores y posturas normativas e ideológicas tanto individuales como colectivas.
Desde las ciencias sociales y humanísticas, las inevitables dimensiones normativas e ideológicas hacen surgir la pregunta de cómo divulgar el conocimiento científicamente —objetivo y no sesgado— que pueda llevar a consensos mínimos y de ciertos lenguajes afines para orientar a la humanidad hacia una evolución en donde la inteligencia, la conciencia, los saberes, la tecnología, la educación desde lo hogares, las relaciones personales y sociales, permitan dar paso a una coexistencia empática, afectiva, en paz y con generosa fraternidad. Complicado e ilusorio no me parece, ya que una de tantas opciones de solución sería recentrar a la filosofía —en particular la que procura instaurar de manera racional los principios morales— para establecer la coherencia interna de las premisas teóricas y metodológicas, lo cual serviría para entablar debates fructíferos entre las diversas líneas del pensamiento; de tal manera, los análisis científico-sociales, históricos y culturales podrían pulimentar sus líneas teóricas y regenerar las interpretaciones para acercarnos a transformaciones en favor de todo ser viviente y de nuestra Madre Tierra.
Comprendiendo que la categoría del bien común mantiene una disposición de permanencia —es decir, de transición— ratificada por la multiplicidad de inquietudes y anhelos de buena parte de la humanidad, resulta de esencial pertinencia pensar en las interpretaciones que se hacen, por un lado, entre el bien común y el interés general y, por añadidura, el bien total, como la suma de los bienes individuales y el bien común como producto de los mismos. Esto supone que el bienestar general es algo indivisible, ya que no atañe a la persona tomada singularmente, sino en relación con otras que participan en su búsqueda y consecución; por lo tanto, regularmente los beneficios se otorgan inicialmente a quienes participan de manera directa y, como generoso efecto del derecho universal, se otorga al resto de personas que, aunque no se involucran, obtienen las mismas retribuciones.
En el espíritu de elevar la calidad de vida de todos los seres humanos, afanémonos mancomunados en pro del bien común y por un futuro proporcionado al justo mérito. Evidentemente, hay un contraste acentuado entre el alcance de las profundas transformaciones y nuestro grado de preparación para afrontarlas, por lo que mientras no contemos con medidas convincentes que anticipen y determinen la forma que adoptarán estos cambios para cumplir con los objetivos pretendidos, correremos el riesgo de que el actual desequilibrio social y de naciones mantenga la incertidumbre, fortalezca aún más las negativas posiciones ideológicas y fomente la violencia, que estúpidamente se propaga en interminables conflictos bélicos que contundentemente pueden conducirnos a nuestra desaparición.
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