Por: Fernando Silva
La pintura, la escultura, la ciencia y la tecnología no siempre evolucionaron en forma conjunta, pero desde el surgimiento de las computadoras personales, la Internet y las redes sociales, su implicación en la transformación hacia insólitos horizontes y procesos de producción —sin olvidar los cambios generados en la percepción de la gente y el desarrollo de la cultura en cada sociedad— han dado paso a un amplio abanico de manifestaciones basadas en la utilización de herramientas de distintos atributos, naturaleza y técnicas, entre ellas, las digitales; por ello es que las vinculamos en una suerte de cambio constante entre sinérgica y simbiótica. Para ello, habrá que tomar en consideración que la estética es una rama de la filosofía en donde se investiga la manera de cómo nuestro razonar interpreta los estímulos sensoriales que recibe del entorno. Asumiendo las deducciones anteriores y atendiendo a la indagación sobre en qué medida la tecnología constituyó y continúa estableciendo en los creadores un sinnúmero de desafíos ideológico-conceptuales y práctico-experimentales, es significativo reflexionar si los algoritmos destinados a la inteligencia artificial (AI, por sus siglas en inglés) serán un fascinante o despreciable factor de cambio en la percepción y expresión de buena parte de las piezas creadas.
En el naciente siglo XXI, se intensificaron todo tipo de especulaciones, desde las áreas que abarcan lo estético hasta la manera en cómo convivimos y construimos cultura, a su vez, aceptando sin conceder que se delegarán la mayoría de las actividades que realizamos a máquinas-robots con aptitudes que cambiarán las metodologías y procesos en el desarrollo del devenir mundial. En ese sentido, la AI representa notorios avances para la ciencia espacial, para la mecánica y matemática cuántica, la ingeniería computacional, los videojuegos, la realidad virtual y el futuro acontecer de la humanidad, pues las dinámicas de expansión y diseño están permeadas por dispositivos «inteligentes» cada vez más sorprendentes.
Aquí es prudente razonar que un dispositivo de AI no es otra cosa que una arquitectura automatizada que intenta emular el comportamiento del cerebro humano mediante el Machine Learning y el Deep Learning (diseños de sistemas de aprendizaje autónomos) basados en el procesamiento de ingente volumen de información en forma de datos de los que se extraen patrones mediante procesos de inducción estadística. Por consiguiente, las «decisiones» de una AI (que en la jerga común la denominan el Output), es la consecuencia de una estimación probabilística asentada en patrones preliminarmente detectados e incorporados al funcionamiento de sistemas computacionales. En derivación, el significado de vocablos como «autonomía», «voluntad», «selección»… acostumbrados para nombrar el proceder humano, deben situarse en este contexto informacional, estadístico y al conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema cuando se refieren a un sistema de la Inteligencia Artificial.
Como campo de estudio y de fecundidad artística consignada en las condiciones de nuestro tiempo, en las prácticas estéticas se advierten —de los argumentos científico-técnicos definidos por los sistemas cognitivos artificiales que operan de manera autónoma la incorporación de estas estructuras— que los procesos creativos aún están en etapa de experimentación. Nos hallamos en un entorno mental de reflexión-acción incipiente, que nos confronta a cuestionamientos con pocas refutaciones. Por ejemplo, si consideramos que una de las primeras aplicaciones del Machine Learning fue el proyecto Deep Dream en 2015, sobre redes neuronales artificiales llevado a cabo por los ingenieros Alexander Mordvintsev, Christopher Olah y Mike Tyka, basado en la plataforma de reconocimiento de imágenes de Google, con la intención de darle a las computadoras «libertad para soñar». Es decir, generaron una imagen para ser analizada por una red neuronal, suspendiendo el proceso en diferentes planos para enfatizar interpretaciones incompletas, y como esa red fue diseñada principalmente con imágenes de perros y gatos, casi todo lo descifraba como parte de estos, en una «respuesta» del fenómeno psicológico conocido como pareidolia.
Otros singulares ejemplos. El primero, se presentó en la Feria Anual de Arte del estado de Colorado, que en el año de 2022 le otorgó el primer premio de arte digital a la imagen Théâtre D’opéra Spatial, de Jason M. Allen, quien la realizó con el programa Midjourney, y al ser cuestionado aseguró «El arte está muerto. Se acabó. La AI ganó. Los seres humanos perdimos». Y el segundo se realizó el 25 de octubre de ese mismo año, en la casa Christie’s, de Nueva York, la pieza Portrait of Edmond Belamy, creada mediante el diagrama GANTT, por el colectivo parisino Obvious, de Hugo Caselles-Dupré, Pierre Fautrel y Gauthier Vernier, alcanzó el asombroso precio de 432 mil 500 dólares.
Tal escenario permite que reflexionemos en torno al trabajo generado por máquinas programadas por personas sin conocimiento ni sensibilidad artística, lo que nos lleva a cavilar sobre qué se proponen. Las AI generativas emplean reglas estéticas y principios artísticos para organizar pixeles (conjuntos de números) en trazos, formas y colores de acuerdo con patrones que les han sido integrados. Por lo tanto, no tienen conciencia, ni voluntad, ni intención sensible; no saben qué pintan, ni para qué, no entienden de argumentos, ni turbaciones, ni de relaciones causales entre los elementos que se incluyen en una pintura o escultura. Y lo más contundente, no son capaces de identificar deseos, necesidades, ni emociones. De tal forma que, por perfecta —técnicamente hablando— que se logre la pieza, tan solo se trata de frívola y vacía decoración.
Ante todo y más allá de las estrategias mercadológicas asociadas a estas propuestas, se revela aquí una sugestiva tirantez entre la necesidad de mantener los conceptos que han construido el imaginario estético, incluidos los del mercado del arte fiscalizado por caciques culturales, y la ruptura que está implícita en la AI, cuya diferencia intrínseca radica en su potencialidad simbólica, esto es, en su capacidad para generar infinitas imágenes en un espacio de latencia que está siempre en un continuo proceso de transformación, situándose, así, en un orden distinto al de la producción generada por seres humanos. Por consiguiente, la vinculación arte-tecnología en los albores del tercer milenio, no sólo entraña un análisis teórico coherente con la estética o la teoría del arte —en el marco del cual se determinan conceptos y categorías que lo definen— sino que fundamentalmente implica un cotejo filosófico y ético que involucra los límites del pensamiento humanista tradicional para explicar nociones como los de creatividad, originalidad, autoría o producción de obras multisensoriales.
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