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Por: Fernando Silva
En lo cotidiano es recurrente escuchar «Una imagen vale más que mil palabras» dando por cierto que una representación gráfica puede transmitir un significado de algo de manera más efectiva que la descripción verbal o textual, como si a la acción y efecto de percibir se les atribuyera mayor objetividad que a las palabras. Por lo tanto ¿será que para importante cantidad de personas el divisar los acontecimientos en función del sentido corporal —con que los ojos transmiten al cerebro algo mediante la acción de la luz— sea más efectivo que examinar mentalmente con atención para combinar ideas y formar un juicio sobre lo que escuchamos, leemos y recapacitamos? Ver, alude a una determinada capacidad física, y mirar, al acto consciente y voluntario; por consiguiente, vemos lo que miramos, pero no miramos todo lo que vemos. Por lo tanto, en términos del grado de utilidad y alcance, es mejor poner en práctica las buenas acciones, ya que tienen mayor valor ético y moral en la transformación de las personas y las sociedades que, a partir de las singularidades e intereses culturales de su momento histórico, producen cambios de patrones sociales y culturales en bien común.
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En ese entendido y para que una acción sea considerada como de bienestar —en función de los derechos humanos— es necesario que sea voluntaria, libre y consciente, teniendo en cuenta tres elementos esenciales: a) El objeto: Siendo la cardinal fuente de moralidad. En concreto, si el objeto es malo, el acto será atroz; b) La intención: Como mecanismo mental en la calificación ética de la acción, el fin es el término primero de la intención y designa el objetivo que se busca en la conducta, por lo tanto, la buena intención, por ejemplo —ayudar al prójimo— si no se realiza, no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo, pero si es mala intención, inherentemente se asienta el propósito de hacer daño. c) Las circunstancias: Todo acto realizado en un determinado tiempo y lugar está unido a la sustancia de algún hecho o dicho que designa los factores que conforman el entorno en donde llevamos a cabo nuestras acciones.
En lo que concierne a algunos elementos que se han considerado intervinientes en el desarrollo de las acciones humanas tenemos al instinto como una pauta hereditaria de comportamiento; las emociones básicas: cólera, alegría, miedo y tristeza, así como las secundarias: afecto, sorpresa, vergüenza y aversión; los hábitos, cualquier comportamiento repetido que requiere de un pequeño o ningún raciocinio y es aprendido más que innato; la voluntad, esa facultad de decidir y ordenar la propia conducta de forma consciente para realizar algo con intención de un resultado; y principalmente la inteligencia, tremenda capacidad que nos da apertura y que nos permite trascender respondiendo adecuadamente a las exigencias que se nos presentan, además de lograr objetivos racionalmente elegidos. Viene a ser esa potencia que permite conocer lo que es efectivo o tiene valor práctico en distintos grados de profundidad consciente, cumpliendo una función adaptativa. Nos permite existir al tiempo que se pervive con pericia.
Para certificar la calidad humana de nuestros actos, tenemos en las normas morales y en la éticas un alto significado que, en bien de dar mayor énfasis retórico, es razonable entender qué son y qué las diferencia. En un primer sentido se comprende a lo moral como una dimensión que pertenece al mundo vital, que está compuesta de valoraciones, actitudes, reglas y costumbres que orientan o regulan el obrar de cada sociedad y de cada ser humano; y la ética, en cambio, como la ciencia o disciplina filosófica que lleva a cabo el análisis del lenguaje moral en donde se elaboran heterogéneas teorías y métodos en donde se fundamentan y se analizan críticamente las pretensiones de validez de los enunciados morales. Por eso, se puede usar el término ética como sinónimo de la «Filosofía de lo moral». Conforme a este uso del lenguaje, la ética puede considerarse entonces como un amplio conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento sistemáticamente estructurados pertenecientes al campo de la filosofía, la metafísica y la epistemología, mientras que «lo moral» es básicamente el objeto de esta ciencia, es decir, lo que ella estudia.
Sobre el particular, hay dos cuestiones a tomar en cuenta en torno al bien que se proponga alcanzar como fin: Lo que es bueno para mí como persona y para nosotros como comunidad, y de lo que es correcto o de lo que es justo en las relaciones con los otros. Por lo que puede considerarse que ambas están centradas en la justicia pero cada una tiene que ser tratada con métodos diferentes, de ahí que tal distinción no tenga el propósito de oponer de manera excluyente a la ética contra la moral, sino de descartar la confusión y de comprender la relación dialéctica entre ambas. Aquí, un concepto que aporta luz al tema de las necesidades es el equilibrio, el cual es el estado de un objeto o sistema en el que los factores que actúan sobre y dentro de él se contrarrestan y compensan mutuamente. Así, el hecho de estar vivo es fortalecer la tendencia al mantenimiento de las situaciones que, a pesar de que puedan tener poca base de sustentación, se mantienen sin caerse y sobre las cuales actúan constantemente infinidad de factores que tienden a desestabilizar, por lo que es importante emprender con responsabilidad los cambios que nuestras decisiones conllevan.
Por consiguiente, una significativa categoría —cuando de magnánimos valores se trata— la tenemos en la necesidad, ya que forma parte del criterio axiológico, así los objetos, procesos o fenómenos son portadores de acervos —si sus propiedades contribuyen a la satisfacción de alguna privación individual o colectiva—; de tal forma, las motivaciones constituyen el fundamento y sentido subjetivo de la conducta, son la causa o el por qué alguien actúa de una manera dada. Desde este punto, se trata de contenidos cognitivos con carga afectiva que activan, dirigen y sostienen la conducta orientada a determinados propósitos de bienestar, es netamente individual y nadie puede elegir por nosotros hacia dónde encaminar nuestra existencia para que ella tenga justificación y argumentos ante nuestros principios. Por ello, el sentido de la vida debe revelarse no inventarse, ya que representa aquello que es esencial, lo que consideramos como razón de supervivencia y que tiene su expresión en aquellos valores que justifican a plenitud la vida. Obviamente, no se trata de objetivos autoimpuestos, sino de un autodescubrimiento.
En tal escenario, podemos mirar a personas que tienen más de lo que les bastaría para sentirse realizadas; sin embargo, sufren y hasta se suicidan, lo que, pasado por el prisma de la subjetividad, al parecer nada justifica su existencia. Por ello, lo que alguien nos proponga sólo será efectivo si coincide con nuestro potencial evolutivo —dotado de conocimientos, inteligencia, afecto, respeto y conciencia— todo aquello que nos permite decidir voluntariamente en función de las buenas acciones y de elevar la calidad humana.
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