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La tóxica fórmula que inducen las oligarquías para controlar todo



Por: Fernando Silva


Sobre la evolución humana, Charles Darwin encontró en el padre de la taxonomía, Carl von Linné, las bases para la teoría de la evolución biológica a través de la selección natural, misma que explica cómo las especies cambian con el tiempo en respuesta al ambiente y a los otros seres vivos, en su libro On the Origin of Species (El origen de las especies) publicado el 24 de noviembre de 1859, considerado uno de los trabajos precursores de la literatura científica y el fundamento de la teoría de la biología evolutiva. Curiosamente, von Linné —un hombre del siglo XVIII— suponía que las especies eran inmutables creaciones de Dios y que no podrían ser objeto de evolución alguna. En ese sentido, si nos damos la oportunidad de revisar la historia de la humanidad, podemos observar que como especie nos hemos desarrollado en permanente estado desastroso y hasta detestable en prejuicio de todos los ecosistemas, con un autoadjudicado título de «seres superiores». Tremendo despropósito que algunos aprovechan para darse licencia de generar violencia y hasta asesinar.

Asimismo, el oneroso bagaje de penurias que como especie hemos generado y sobrellevado, ya sea como individuos o como miembros de una sociedad, es sustancialmente el resultado del modo extremadamente estúpido en que se estableció buena parte de la supervivencia desde nuestro origen, y peor aún, encima de arrastrar un sinnúmero de deficiencias, hay un desmedido y patético grupo de personas que admira, sigue y obedece ciegamente a grupos oligárquicos mucho más peligrosos que la mafia, los complejos industriales militares o los sistemas políticos de ultraderecha; se trata de una miserable minoría elitista, racista y clasista que se rige por sus propias reglas y que consigue —a base de generar caos, violencia y muerte— prácticamente todo lo que quiere, resguardada por sus mal habidas fortunas y sus corrompidas relaciones, con la intención de endurecer y seguir con sus oscuros intereses, como el mentado Nuevo Orden Mundial; el lavado de dinero; el grado extremo de influencia —con recursos ilícitos— en la política para someter a los países; generando coerciones hacia los máximos dirigentes de la función pública; así como estar coludidos con poderosos medios de comunicación y colaborando con tecnócratas que no velan por el bien social y, por supuesto, con peligrosos sujetos del crimen organizado.

En ese corrosivo entorno y a poco más de un siglo y medio de las razonadas conclusiones de Darwin, las transformaciones e innovaciones humanas están desencadenando un conjunto de factores o circunstancias, de las cuales buena parte de ellas crean incertidumbre sobre nuestro futuro —tanto en lo individual como en lo social y desgraciadamente en detrimento del planeta Tierra— lo que constituye un punto de inflexión, una encrucijada en la que conviene hacer una pausa para reflexionar sobre nuestro comportamiento y, con mayor atención, respecto a la incomprensible lobreguez del discernimiento que confunde las ideas y genera vergonzosa fase solipsista en un entorno en el que pocos pensamos en hacer conciencia, avanzar en función del bien común y en pro de todo ser viviente.

La notable torpeza para comprender las cosas de la gente necia y falta de inteligencia ha interesado a psicólogos, filósofos, académicos y pedagogos, en el entendido de que la capacidad de resolver problemas a partir del conocimiento, perspicacia y el acto de entender son considerados como factores decisivos para los logros éticos-sociales, formativos, laborales y, en general, para el justo desarrollo socioeconómico de la humanidad. Pero, al parecer, nadie manifiesta estar en disposición de acopiar una comprensión íntegra de la estupidez —propia o ajena— y cada cual escasamente alcanza a poseer siquiera una visión parcial de ella, endógena o exógena; por lo que es posible que en ningún caso alguien pueda aceptar contundentemente que es estúpido, pero aceptando que quizás —ocasionalmente— surge algún comportamiento estúpido, por lo que sólo habría que determinar con que asiduidad e intención. Esto nos lleva a la complicidad de la ignorancia, aquella que no es nada más por el alejamiento de los conocimientos, sino por rehusarse a adquirirlos.

Regularmente un individuo ignorante reacciona y actúa desde los instintos, sin pensar en las consecuencias. De esta manera y en relación con lo que está pasando en el presente, específicamente con las guerras, la pobreza, los desastres ecológicos, el calentamiento global, la pandemia, la violencia, las injusticias, la mala educación desde los hogares, la corrupción y el cohecho… se pueden hallar abundantes analogías con respecto a la ignorancia. Tan sólo un par de ejemplos: No conocer los derechos humanos y, por ende, no defenderlos, y no saber sobre sistemas políticos, pero apoyar a dictaduras caracterizadas por tener escasa o nula tolerancia hacia el pluralismo político, la libertad de pensamiento y expresión, así como por un clasismo y racismo manifiesto. Ambos modelos de incompetente conducta incrementan las contrariedades sociales que aquejan a amplios sectores de la población mundial y que tienen que ver con las condiciones objetivas y subjetivas de vida en sociedad, lo que impulsa —el que quizás sea el mayor riesgo personal y social— el miedo.

Es tan extensa la complejidad de estímulos que suscita tan inquietante emoción que están fuera del alcance como para catalogarlos, por lo que cualquier persona, circunstancia o cosa puede inducir el miedo —desencadenando una reacción funcional en particular— algunas de ellas son: La fiscalización de un régimen autoritario, la insana imposición de las oligarquías, la deplorable violencia familiar, los conflictos bélicos, la inseguridad… por lo que no hace falta que la gente tenga contacto directo con la provocación a la que tiene miedo. En ese orden de ideas, y con una mirada retrospectiva, el miedo está construido sobre la negligencia, la estupidez y la ignorancia, por lo tanto, mientras el conocimiento y la conciencia cohesionan y le dan sensata linealidad hacia el bien hacer, la falta de sentido y los despropósitos inciden, dividen y establecen todo tipo de desavenencias y quebrantamientos personales y sociales.

Expuesto lo anterior ¿Cuál es nuestra responsabilidad ética-moral sobre un sinnúmero de temas prácticos en lo individual y en lo colectivo? ¿Y qué medios podemos adoptar —de forma justificada— para lograr objetivos en bien común? La naturaleza de nuestros pensamientos, a la que se llega después de considerar una serie de datos o circunstancias, así como las pretensiones que se nos plantean, nos transfieren a otro imprescindible cuestionamiento ¿Por qué debemos actuar éticamente? Lo que constituye un tipo diferente de interpelación con respecto a las que hemos venido analizando hasta el momento. En esa dirección ¿Por qué debemos actuar moralmente?, y ¿Por qué debemos ser seres racionales? Manifiestamente no son controversias dentro de la ética, sino interrogantes sobre la ética.

Por consiguiente, si la vida humana comenzó —de acuerdo a las teorías evolutivas— con una fortuita combinación de moléculas, átomos, quarks, gluones, electrones, carbono, oxígeno… a través de mutaciones causales y de selección natural hasta llegar al Homo Sapiens Sapiens, entonces es posible que determinados seres humanos podamos darle sentido a la vida haciendo actos de bien y alejándonos de la estupidez, la ignorancia y el miedo, en la medida en que nos dotemos de conocimiento, haciendo conciencia y cultivando valores éticos con la intención de poner fin a las malas acciones de aquellas personas que nos quieran causar daño o intimidar, particularmente, de las oligarquías que actúan en función de sus intereses y de someter a gobiernos con el oscuro propósito de controlarlo todo.

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