Incentivar la salud mental en pro del humanismo
- migueldealba5
- 20 dic 2024
- 5 Min. de lectura


Texto e imagen de Fernando Silva
El ámbito práctico-conceptual dentro de la salud pública es un campo disciplinario de límites indeterminados en donde convergen un sinnúmero de conocimientos y técnicas aplicadas a las patologías físicas y psiquiátricas, así como los enigmas psicosociales y culturales correspondientes a las iniciativas que tienen por objeto el cuidado de múltiples afectaciones por la alteración de la función de uno de nuestros órganos o del cuerpo y que deterioran el estado de ánimo, los pensamientos y comportamientos. Por ello el esmero en la prevención, diagnóstico y tratamiento que no sólo suponen la ausencia de padecimientos, sino que implican el vivir en condiciones de bienestar individual y general, elevando la facultad de decidir y ordenar la propia conducta para reconocer nuestras aptitudes e incompetencias, arrostrar vericuetos y amparar gratas satisfacciones, ser digno ejemplo de educación desde los hogares y en las aulas de estudio instruirnos en pro del bien común en base a principios humanistas, todo, en la conciencia de participar activamente —en concordia y afecto hacia nuestros semejantes— en la defensa de los valores y derechos universales con el sensato propósito de enaltecer nuestra asertividad, respetando lo que sentimos y queremos con independencia de la propia manera de pensar o, al percibir estímulos internos y externos, como plétora del control emocional en espléndida liberación generadora de juiciosa autoestima, sosiego, benevolencia, conmiseración, fraternidad...
En ese sentido y enfatizando en la educación y la formación humanista, implica no sólo acoger voluntariamente y de manera favorable el entendimiento, así como el aprendizaje de los contenidos disciplinares y cognitivos, sino que es vital —como integrantes de una sociedad— atender y reforzar la capacidad de identificar, comprender y gestionar las sensaciones a través de la conciencia e inteligencia emocional, y aún más desde la neurociencia afectiva para percibir los intervalos entre las neuronas y la mente, también de cómo se relacionan las moléculas encargadas de la actividad de las células nerviosas con los procesos mentales, lo que hace factible establecer relaciones positivas-constructivas con familiares, parientes, amistades y conocidos, lo que contribuye a una mayor comprensión y a dar mejores respuestas a cuestiones de interés individual y/o colectivo. De esta manera, podemos inquirir lo que se conoce como la cultura emocional, a fin de ahondar en las fases sucesivas de trasformación social a través de analizar y comparar los cambios en la estructura de la percepción y el clima social racional con formas y convenciones desde la semántica hasta la kinésica, de la cuales cada clase social toma para sí con la intención de vivir sus experiencias, a partir de la capacidad de reconocer qué sentir, cómo sentirlo y cómo expresarlo, diferenciando los sistemas de inserción del ingenio o entendimientos erigidos en el seno de ideologías, doctrinas, costumbres o las prácticas culturales, lo que constituye no sólo un signo comunicacional, sino que son constitutivas siempre de nuestra interacción y nos permiten dar sentido a lo que percibimos y experimentamos para actuar en consecuencia y de manera coherente en diversos entornos. Ahora bien, desde el enfoque de la bioética, el discurso sobre las expresiones emocionales ocupa un lugar central en las dimensiones de la moral empleando una variedad de metodologías éticas en entornos multidisciplinarios: la medicina, las leyes, la justicia, el medio ambiente, el desarrollo sostenible, la educación en los hogares, el respeto y la aplicación de los valores y derechos humanos, la formación profesional, el Estado de Derecho, los principios humanistas, la dignidad en pro de parar la violencia y los conflictos bélicos…
En este entendido, el Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile y doctor en Sociología Pedro Morandé Court escribió lo siguiente en su artículo Bioética y organización funcional de la sociedad:
«¿Qué agrega la bioética al tradicional debate ético que se ha producido en el seno de todas las culturas? La respuesta a esta pregunta no parece evidente, puesto que la ética entendida como la reflexión acerca de la finalidad de los actos humanos y la finalidad de la vida misma incluye, por cierto, la reflexión sobre el valor y dignidad de cada vida humana que viene a la existencia y sobre la moralidad o inmoralidad de los actos que sobre ella se ejercen. Desde Aristóteles a Kant, con distintas terminologías y conceptualizaciones, el pensamiento ha reconocido que el ser humano no sólo es “algo” sino “alguien”, que participa de la inteligencia del ser, para usar el lenguaje clásico, o que posee autoconciencia, para emplear el lenguaje moderno. El rasgo esencial de ambas formulaciones es que sólo él es capaz de autoposeerse, de hacer-cada-vez-suya su propia existencia, según dice la sugerente formulación de Heidegger. Esta autoposesión de sí, que implica igualmente un saber de sí, es la base de su autonomía y de su responsabilidad, que lo hace capaz de comparecer como persona ante otras personas. En algunas ocasiones se ha acentuado la capacidad de su inteligencia para descubrir en su misma naturaleza una ley moral propia de su condición, en otras, se ha acentuado la capacidad de su voluntad para legislar racionalmente, es decir, conforme al principio de la universalidad de la razón, superando toda determinación circunstancial o particular. Estas ideas están en la base de nuestro moderno Estado de Derecho y de la Declaración Internacional sobre los Derechos Humanos de 1948, suscrita por la mayoría de los Estados, no obstante sus diferencias culturales, étnicas, lingüísticas o religiosas. Son el fundamento también del principio negativamente formulado como “inmunidad de coacción” y positivamente formulado como “libertad de conciencia”, con el preciso conjunto de libertades que de ella se derivan. Las mayores discusiones no se han producido sobre estas ideas básicas, sino más bien sobre el modo de armonizar socialmente los derechos de unos y otros, cuando por diversas circunstancias estos entran en conflicto o competencia de intereses. La regla de oro de la moral, presente en prácticamente todas las culturas, es el principio de proporcionalidad y reciprocidad que suele formularse, negativamente, con la fórmula «no hagas a otro lo que no quieras que hagan contigo».
Por consiguiente, conocernos a nosotros mismos nos brinda estabilidad, así como armonía individual y/o colectiva para entender, incluso, las circunstancias en las que nacimos, nos criaron y vivimos y, con ello, aceptar de mejor manera la compleja interacción de variables personales, familiares, comunitarias y estructurales entre la fortaleza o la vulnerabilidad y la calma o el estrés causados por los eventos de la vida, asimismo, por los factores psicológicos y biológicos que se relacionan con las habilidades, los hábitos intrínsecos aprendidos para lidiar con las emociones y nuestra participación en relaciones interpersonales, actividades y responsabilidades en las heterogéneas etapas involucradas en esas liberadoras jácaras o esclavizantes turbaciones en nuestra existencia. De ahí la trascendencia de incentivar la salud mental en pro del humanismo con el razonable y honroso proceder. Este simple y sereno cambio de actitud —todos los días— nos permite valorarnos con sensatez, sin dejar de reconocer que en ciertas ocasiones podemos cometer torpezas, pero siempre procurando actuar con buena intención, además de promover y proteger que mujeres y hombres logremos prevenir situaciones de riesgo, así como disuadir con premisas relevantes y suficientes a las personas que favorecen ideologías que se caracterizan por ser racistas, clasistas, aporofóbicas, vejatorias, belicistas…
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