Por: Fernando Silva
Una buena conversación requiere voluntad y cortés habilidad para escuchar, pensar y razonar, naturalmente con imprescindible respeto, afecto, tolerancia y paciencia. Tener en cuenta que, en la Grecia clásica, dialogar evolucionó hacia una metodología filosófica que desencadenó en mejor comprensión hacia prácticamente todo lo que se conocía y/o sabía. Tan munífica praxis constituyó, por sí misma, un constante elemento en la cultura al abordar diversos puntos de vista y en donde la individualización psicológica-cognoscitiva de los interlocutores fue el parámetro de una erudición en la que no tenía cabida la expresión poética u oracular, sino la deliberación para establecer un entendimiento con la intención de contrastar o dilucidar la veracidad de algo —o la calidad humana de alguien— en el libre intercambio de opiniones inteligentes y no simples enunciaciones sin esencial fundamentación.
En este entendido, el origen etimológico de «diálogo» permite comprender su significado. Está ubicado en el latín como dialŏgus, que significa «discurso racional» o ciencia logos del discurso. A su vez del griego antiguo διάλογος (diálogos) «conversación, discurso», compuesto de διά (dia) «a través, inter» y λόγος (logos) «palabra, discurso, lo dicho, lo pensado, lo narrado». En filosofía, Platón fue el primero que usó el método de la dialéctica o «arte del diálogo» para oponer dos discursos racionales y, de esta forma, llegar a la «Veracidad» —entendida como la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente— la contemplación de la idea suprema del bien desde la que todo fuera iluminado. El uso común de esta palabra es «plática entre dos personas». Por lo tanto, sugiere la existencia de una corriente de significados que fluye entre, dentro y a través de los implicados, en armonía con la razón, a partir de la cual puede emerger con una trascendental perspicacia y comprensión sobre algo que no se hallaba en modo alguno en el momento en que fue iniciada la conversación. Es el indulgente y benévolo aglutinante que sustenta y fortalece los vínculos entre las personas y las sociedades.
Por consiguiente, en cuanto a la libertad, la justicia y la paz, tanto individual como social, el principio democrático social-humanista es, al menos por ahora, el mejor sistema para hacer valer el derecho de vivir en equidad y en respeto en pro del bienestar común, además de compartir la educación y la prosperidad tanto en hermandad como en sensata ecuanimidad. Tal proceso de cambio —que no es el de homogeneizar a las sociedades— tiene como argumento contribuir sin renunciar a los derechos humanos en aras de la convivencia y, partiendo de este entendido, si nos bajamos del escalón de la reflexión humanitaria para colocarnos en jurídica concreta, podemos advertir que las deliberaciones normativas ratifican la dicotomía entre libertad y bien común. Pongamos como ejemplo la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en particular el artículo 29 que señala lo siguiente:
«1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.
2. En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática».
Tan contundente proclamación da paso al justo desenvolvimiento social que corresponde a los aspectos de la vida en comunidad, nos invita a impedir en cualquier ámbito de la vida personal, profesional o social, el egoísmo, el clasismo, el racismo y todo tipo de violencia, para colaborar en la prosperidad de cualquier ser viviente y los ecosistemas; en ese sentido y, de acuerdo a la metafísica aristotélica, es un transcendental del ser humano, por lo que no es concebible que la maldad y la intimidación se ejerza o, incluso se justifique por las carencias, particularmente las reflexivas, de quienes las acometen. Asimismo, es entenderlo como valor, objeto moral, en el que se encuentran inmersas las sociedades. De ahí, que la mayéutica de Platón nada tiene que ver con el altamente perverso aspecto que subrogan la mayoría de los actuales medios de comunicación masiva, desde el momento en que generan y divulgan noticias falsas, del mismo modo, la bajeza de muchas personas, a partir de su obrar en relación con el bien o el mal y en función de su vida individual y, sobre todo colectiva, al publicar en las redes sociales manifestaciones excedidas de odio hacia quien piensa diferente a ellos, incluso, profiriendo con vituperios y supina ignorancia el fracaso del país en el que residen sin hacer nada para contribuir a los cambios de bien social, pero eso sí, con hipocresía hacen hincapié —sin argumentos válidos ni comprensibles— que la mayoría de la gente es de lo peor; por lo que uno puede deducir que hablan de ellos mismos y de sus iguales. Lo que a mi entender, simplemente son ganas de ser mal intencionados o, por lo menos, limitados en cognición y extremadamente discordantes. Por lo que si no se cuenta con el suficiente y necesario conocimiento para emitir una sensata opinión, se hace imprescindible hacerles notar que no emitan despropósitos e improperios, particularmente, cuando son promovidos por los intereses de retorcidas cúpulas oligárquicas.
Al respecto, el politólogo, jurista, doctor en Derecho y Ciencias Sociales, José Emilio Graglia, escribió en el Manual de políticas públicas En la búsqueda del bien común, lo siguiente: «Los valores del bien común y, consecuentemente, del desarrollo integral son cuatro, a saber: 1) la verdad, 2) la libertad, 3) la justicia y 4) la caridad. Un desarrollo integral debe inspirarse en esos valores. No puede basarse en la mentira ni en la falsedad. Debe fundamentarse en la verdad, es decir, en la realidad de los dichos y los hechos tanto de los actores políticos como de los actores sociales (civiles y empresariales) y ciudadanos. De ella depende la probabilidad o la posibilidad del diálogo intersectorial y político».
En ese sentido, la plenitud colectiva es la más generosa consumación de la justicia y la alta conciencia social, ya que en el objetivo de la humanidad —correspondería— la estabilidad política y cultural, por ello, en la significativa virtud compete la sana convivencia y la salvaguardia de todos, así que mejor nos esmeramos por elevar la calidad humana, disminuir la estupidez y ponerle un alto a la demencial parvedad que aqueja a quienes —por ser fanáticos de ideologías elitistas— no son empáticos ni fraternos con sus semejantes. Habrá que orientarles con afecto sobre las ventajas de contar con la capacidad de deliberar y tener los escrúpulos convenientes para destacarnos en conciencia y actos bienhechores, lo que nos permitiría aliviar penurias sin caer en desesperación, así como dirigir la vida por un camino de alegría en coherencia con los logros obtenidos de manera lícita y legítima.
Quizás, el problema de no saber sensibilizar y potenciar la inteligencia para manifestar soluciones que nos brinden certeza, estabilidad y seguridad, radique en la falta de la disciplinada práctica del arte de filosofar, entendido como lo que denota la actividad lingüística profunda que destina la bizarría reflexiva de replantear los principios radicales o de descubrir las soluciones concernientes a las circunstancias esenciales para ser feliz, que, ponderadas con frecuencia de «irresolubles» o «ilegítimas» por la cuota de ambigüedad que les connotan, por lo que abandonan sin más los diversos dilemas. No obstante, el meollo de la claridad discursiva se encuentra en la voluntad para respetarnos sin mayores complicaciones, acorde a la posición de la especie pensante y capaz de ser magnánima.
Comments