TEMAS CENTRALES
Por Miguel Tirado Rasso
mitirasso@yahoo.com.mx
La apertura democrática,
con una competencia abierta
y equilibrada, elevó las posibilidades
de la oposición y acabó
con el destino manifiesto
de los candidatos oficiales.
Hace poco más de dos años, por iniciativa presidencial, se inició la carrera para la sucesión con el destape, por parte del gran elector, de los seleccionados oficiales para participar como aspirantes a la codiciada silla del águila. Una anticipación que sorprendió a propios y extraños, particularmente por su origen y porque contrariaba los usos y costumbres en materia del proceso para el relevo presidencial, tema que, regularmente, procuraba posponerse hasta el quinto año de gobierno, por aquello de las distracciones y las amenazantes menguas de atención y poder del Ejecutivo en turno.
Pero la tradición es la tradición y las llamadas facultades metaconstitucionales del presidencialismo (Jorge Carpizo, dixit), en particular la que se refiere a la elección del sucesor, han sobrevivido, aún, en los tiempos de la alternancia. Eso sí, sin el éxito del pasado. La apertura democrática, con una competencia abierta y equilibrada, elevó las posibilidades de la oposición y acabó con el destino manifiesto de los candidatos oficiales.
En todos los casos, a partir de los tiempos del partido casi único y sus antecesores, los titulares del Ejecutivo buscaron dar un toque personal a la elección del candidato presidencial. Un proceso mantenido como secreto de Estado que funcionó sin mayores problemas hasta poco antes del final del siglo pasado. En los tiempos de gloria del PRI, las palabras mayores decidían la candidatura de quien sería el sucesor presidencial, y así ocurrió en 14 procesos sucesorios hasta 1994, y nada más.
Decíamos que el gusto por el ejercicio de esta facultad metaconstitucional ha sobrevivido a los cambios de partidos en el gobierno, aunque sin la eficacia y resultados de los tiempos del tricolor. La tentación de dejar a un sucesor que, suponen, continuará con los programas, los planes, las ideas del gobierno que termina o que, al menos, tendrá algún respeto o consideración con quien lo eligió, son argumentos para buscar dejar un sucesor a modo. Cálculos que la historia ha demostrado, una y otra vez, son absolutamente inválidos y equivocados.
Con el nuevo milenio ocurrió la alternancia en el poder, 71 años después de una hegemonía del partido casi único que, inevitablemente, sucumbió ante una oposición que se fue fortaleciendo mientras el tricolor se deslizaba como en tobogán cuesta abajo por errores, excesos y el desgaste propio del ejercicio del poder. El primer presidente de la alternancia, Vicente Fox, alcanzó su candidatura a pesar de su partido, el PAN. Su estilo y personalidad, nada que ver con los candidatos oficiales, constituyeron un atractivo que le permitieron un final exitoso en el proceso sucesorio.
Para su sucesión, el presidente Fox tenía su favorito, que ni siquiera pudo colocar como candidato de su partido. Felipe Calderón se le adelantó y, contra su visto bueno, logró la candidatura panista que lo llevó hasta la Presidencia del país. Tampoco Calderón pudo imponer su ficha como candidato de su partido y tuvo que resignarse a aceptar a una candidata que no era la suya y que, finalmente, quedó relegada a un tercer lugar.
La historia de Enrique Peña Nieto quedará en el sospechosismo. Con la tradición priista, no hubo quien le compitiera en su derecho de designar al candidato tricolor, pero el mandatario mostró poco interés en ganar la elección. Con un candidato ajeno al PRI, poco conocido, postulado a última hora, apoyado por un equipo de campaña sin experiencia, a nadie sorprendió el resultado.
La sucesión de 2024 no nos depara sorpresas en cuanto al tema del ejercicio de las facultades metaconstitucionales del Ejecutivo. A pesar de la negativa a reconocer la fórmula del dedazo elector, en esta ocasión, como en los viejos tiempos del tricolor, el fundador de Morena destapó a quienes eligió como aspirantes a competir por la sucesión presidencial, además de, abiertamente, dirigir y controlar el método para la elección del candidato. Recordemos los destapes de los tiempos de los presidentes Luis Echeverría y Miguel de la Madrid, aunque en esos casos los destapes fueron hechos por otros funcionarios, con línea presidencial, reservándose el Primer Mandatario el destape definitivo.
Quizá, la única diferencia con el pasado es que, desde el inicio de su gobierno, el presidente López Obrador nunca ocultó quién era la favorita de sus preferencias. Él se encargó de dejar muy en claro que la ex jefa de Gobierno de la CDMX, Claudia Sheinbaum, debería ser su sucesora. Apoyándola con refuerzos para fortalecer su equipo de trabajo; rescatándola en situaciones de conflicto, como el accidente de la línea 12 del metro; respaldándola en decisiones de gobierno y haciendo reconocimientos públicos a su gestión de gobierno.
El tema es que en la acera de enfrente sí hay novedad, pues la candidata elegida no pertenece a ningún partido, pero la apoya la coalición de partidos de la oposición y un buen número de organizaciones ciudadanas. Se trata de una mujer que, hasta hace menos de tres meses, no era muy conocida y sólo aspiraba a competir por la candidatura para la jefatura de Gobierno de la CDMX. Carismática y con una corta carrera política, en poco tiempo, se ha ganado un apoyo popular que preocupa a Palacio Nacional.
Xóchitl Gálvez pasó con éxito la etapa de selección de candidato. Tal vez las formas no ayudaron a tener un proceso inobjetable, pero habría que señalar que con ella se innovó un proceso inédito en el juego político más importante y contra un gobierno experto en politiquería, dispuesto a luchar con todo para conservar el poder.
Septiembre 7 de 2023
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