Texto e imagen de Fernando Silva
Parte de los actuales resolutorios de grupos extremistas —que representan a esa topología social conocida como la ultraderecha— es la de retomar los modelos de gobierno de Benito Amilcare Andrea Mussolini, en Italia; de Francisco Franco Bahamonde, en España; de António de Oliveira Salazar, en Portugal, y de Adolf Hitler en Alemania, cuya principal característica fue la de asumir el ejercicio absoluto y sin restricciones del poder militar, económico y político, limitando las libertades civiles bajo la oscura sombra de la gradación de personas, derechos y dignidades, haciendo uso de la violencia para atacar, amenazar y asesinar a intelectuales, periodistas y a todo aquel que se opusiera a sus regímenes. Asimismo, y con la bandera del totalitarismo, el fascismo entonces se convirtió en el modelo de referencia para estos protervos personajes. Lo abyecto del asunto, y que permite reflexionar sobre la «autoridad moral» de quienes se adjudicaron como ganadores de la segunda guerra mundial, es que Winston Churchill nunca ocultó sus creencias sobre la supremacía de la raza blanca, ni que consideraba que los «indios» eran una raza inferior; Iósif Vissariónovich Dzhugashvili (conocido como José Stalin) cargó en su conciencia la muerte de miles de inocentes y un número indeterminado de desaparecidos y, en agosto de 1945, el ex presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt autorizó lanzar sobre la ciudad de Hiroshima la primera bomba atómica, bautizada como Little Boy, asimismo al bombardero Bockscar, que dejó caer la segunda bomba, llamada Fat Man, sobre la ciudad de Nagasaki.
Desde entonces, los condicionamientos ideológicos de los diversos grupos extremistas han invadido el debate público internacional con sus arteras llamadas a dar la «batalla cultural». En ese sentido, si nos damos la oportunidad de analizar su clasista, racista y aporofóbica narrativa, así como de observar las desgracias que persisten en el mundo: la pobreza y la desigualdad; la falta de acceso a servicios básicos de salud y educación escolarizada; el cambio climático y su impacto en la seguridad alimentaria; la violencia de todo tipo, particularmente contra las mujeres y niñas; las pandemias, como la enfermedad por coronavirus (COVID-19); la contaminación ambiental; la negligencia e ineficiencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Corte Internacional de Justicia; la corrupción judicial que bloquea los derechos que dotan a la humanidad de una certeza de bienestar y seguridad; los conflictos bélicos patrocinados por países como los Estados Unidos de América, Rusia, Francia, China, Alemania, Italia, el Reino Unido, Corea del Sur… Lo que deja en evidencia que no estamos haciendo —como humanidad— lo suficiente como para detener tal brutalidad.
Sin pecar de inocencia, la incesante y estúpida situación mundial se debe, señaladamente, a la mala intención de viles y avariciosos personajes pertenecientes a las élites económicas, políticas y armamentistas que persisten en controlar y/o coaccionar a la mayoría de los gobiernos. En ese bochornoso grado de torpeza, el escritor, periodista, guionista y psicoanalista Pál Tábori, también conocido como Paul Tabori —por sus seudónimos Paul Stafford y Christopher Stevens—, nos presenta en la introducción de su libro The Natural History of Stupidity (Historia de la estupidez humana) lo siguiente: «Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal. Hacen el papel del tonto. En realidad, algunos sobresalen y hacen el tonto cabal y perfecto. Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia de la estupidez equivale a la bienaventuranza. […] Y cuando empezamos a creer que una ligera dosis de estupidez no es cosa tan temible, Tabori nos previene que, en el trascurso de la historia humana, la estupidez ha aparecido siempre en dosis abundantes y mortales. Una ligera proporción de estupidez es tan improbable como un ligero embarazo. Más aún, las consecuencias de la estupidez no sólo son cómicas sino también trágicas».
Aquí retomamos —por salud mental—, la trascendencia de la educación bioética desde los hogares, sobre todo la moral reflexiva y crítica, como columna vertebral en la digna formación de seres humanos, es decir, de aquellas personas que, incluso, pueden llegar a erigirse para gobernar en la conciencia de que deben ser honestos, comprometidos, respetuosos y responsables de hacer valer los intereses humanistas-progresistas en bien general. En este entendido, la consecuencia natural es el acercamiento y el interés hacia los ciudadanos y, con ello, hacia el desarrollo de la sociedad en su conjunto. Lo que sin duda alguna produce cordial vínculo entre los gobernados con sus gobernantes y, con ello, fomentar la colaboración conjunta para resolver todo tipo de circunstancias en pro del bien general. Tal condición de cordialidad permitirá que los ciudadanos nos ubiquemos en resolver no sólo nuestros propios problemas, sino que seamos empáticos, tengamos en cuenta a nuestros semejantes, así como las situaciones que suceden en todos los entornos socioculturales. Por consiguiente, toca entrar al tema de las teorías más destacadas del pensamiento humanista de los psicólogos Carl Ransom Rogers y Abraham Maslow, del psicólogo y psicoterapeuta existencialista Rollo May, así como de la psicóloga y psicoanalista Karen Horney, cuyas corrientes filosóficas ponen énfasis en la dignidad y el valor inherente del ser humano, así como en nuestra capacidad para la autorrealización y, por ende, del sano crecimiento personal.
En esa dirección del entendimiento, es acuciante participar de manera consciente, comprometida e informada —sin demagogia argumentativa— para elegir democráticamente y con cívica responsabilidad en cada elección a gente apta, sabedores de lo que es imperiosamente necesario en aras de alcanzar un justo desarrollo social, en función de un proceder —ético-moral— honesto y respetuoso de los derechos y valores universales, la dignidad de la humanidad en su conjunto y la protección de todo ser viviente, teniendo presente que son las sensatas voluntades y las decisiones en bien común —con el ejemplo en los hechos concretos— las que progresan en bienestar de los cambios sustanciales. Dicho de otra manera, se requiere elevar nuestra facultad de decidir y ordenar la propia conducta en relación con los principios humanistas que sustentan y defienden la justicia de los unos a los otros. En este generoso entorno cívico-moral, es vital denunciar a políticos, empresarios y a toda persona que procura su bienestar haciendo uso indebido de su cargo público o posición socioeconómica; a quien haga uso de la violencia de cualquier tipo; a quien se le demuestre incidencia delictiva contra la salud física o mental hacia otro; participe en la delincuencia organizada; ejecute acciones en contra del ambiente y/o su respectiva gestión, así como el robo, la amenazas, las coacciones, el homicidio, el cohecho, el rapto, la tortura, el mentado «derecho de piso», los delitos que afectan directamente la vida y la integridad corporal, la libertad personal y de expresión, la seguridad sexual, el patrimonio, la familia, la comunidad, los derechos humanos…
En concreto, no es natural que seamos tan insensibles y ajenos al rocambolesco desvarío de los supremacistas y de toda persona que ejecute actos malintencionados, por ello, hay que elevar nuestra calidad humana y detener todo acto de maldad y, mejor aún, orientar con fundamentados argumentos en pro del bienestar individual y colectivo.
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