Por: Fernando Silva
Cuando se aborda el análisis del grupo de cánones que guían la conducta en todo sentido de la vida, suelen venir a la mente el estado de entornos y/o circunstancias con que se plantean argumentos sobre el bien, la felicidad, las virtudes, la rectitud, el respeto, lo justo… y en contraste, estos valores implican su concomitante negativo como el mal, la infelicidad, las deficiencias, el cohecho, el insulto, la injusticia… Lo llamativo e inquietante es que poco se habla acerca de los segundos razonamientos considerados inhumanos y, cuando se hace, suele ser a través de una tendencia supervisada por quienes los generan, lo que reduce la realidad a una oposición intransigente entre lo bueno y lo malo. En este entendido, si se acepta que el ser humano es malo, entonces, todo el conjunto de normas aplicables a la moral establecida es contranatura, es decir, poco o nada se puede hacer para conducir tal naturaleza de la humanidad en bienestar de todos y, aún más, las argumentaciones éticas para probar, demostrar o convencer lo que se afirma o se niega serían francamente infructuosas.
Desde esa posición, los instantes, momentos o situaciones que suceden de improvisto, cambian los hechos o circunstancias al grado de que quizás no vuelvan a ser como antes, así el entorno humano en el que nos movemos y convivimos se rigen por pautas de comportamiento establecidas y sujetas a la influencia de un enorme número de factores, por lo que el conocimiento de esas normas, que vienen señaladas generalmente por cuestiones sociológicas y psicológicas, se rigen por cuestiones demográficas, económicas, etnológicas, pedagógicas, ambientales y culturales, esenciales para un cívico desarrollo humano en todos los ámbitos.
Entonces, cuando las cúpulas —que controlan las economías, las finanzas y hasta la fundamental participación política en un sinnúmero de países en beneficio de sus intereses— provocan temor a otros por vía del caos, el terrorismo, el nihilismo, los extremismos ideológicos, las guerras, la avaricia, las noticias falsas… canalizando la animadversión subsecuente en las sociedades. De esta manera, los poderes fácticos mantienen con despotismo el desequilibrio equitativo en los territorios que tienen bajo su perjudicial fiscalización. A ello se debe que la explotación del miedo y la maldad tengan dos principales cometidos: lograr por los medios que sean necesarios el que la gente olvide la injustificable disparidad producida por el decadente capitalismo postindustrial, dirigiendo la fuente de la angustia y el resentimiento social hacia un objetivo distinto del causante del problema, y manteniendo sumisas a las naciones vulnerables, cohesionadas bajo la figura de los países líderes y mayormente armados como «protectores», «estabilizadores» y hasta hipócritamente «humanistas».
Haciendo una síntesis —que no deja de ser reduccionista—, en tal división podemos considerar otras que insertan conocimiento al potencial de cada ser humano en virtud de la cual concibe las cosas, las compara, las juzga, induce y deduce en función de su cultura: las que creen en la maldad inherente a la realidad humana y que conciben la vida como un camino de «saneamiento» moral, como es el caso de ideologías tan opuestas como los dogmas, la platónica y hasta las teorías morales de Thomas Hobbes, que llegan a establecerse en la natural e intrínseca inclinación a hacer «el bien». Y los razonamientos que consideran que se comete «el mal» por ignorancia, tal como lo plantearon Sócrates y Aristóteles. Pero, cualquiera de estas opciones nos presenta el inconveniente de cómo explicar toda manifestación opuesta que se hace presente a la conciencia de un sujeto y aparece como objeto de su percepción o credos de fe. Pongamos un par de comparativos: Ni la absoluta maldad define per se el voluntarioso proceder de los humanistas Gandhi y Martin Luther King Jr., ni la confiada bondad justifica las ideologías extremistas y acciones de políticos como Donald Trump y Santiago Abascal.
En ese orden de pensamientos, el bien —desde la teoría de los valores— es aquella realidad que posee virtudes positivas y por ello es estimable, y el mal contrario al bien, lo que se aparta de lo lícito y honesto, por lo que son inmanentes a nuestra condición humana y ambos se muestran intrínsecamente unidos a fundamentales aspectos como la libertad, el sentido de la vida, el libre albedrío y hasta la propia existencia. A favor de esta facticidad, parece yacer en lo más profundo del razonamiento la ancestral voluntad de la abolición de todo aquello que sea causa y efecto de la mala intención, así como una innata y generosa propensión hacia el bien común y que se han tratado —en la historia de la humanidad— de materializar mediante la búsqueda y consecución utópica de sociedades excelsas, concebidas en la armonía, el respeto, la empatía, el afecto, el perdón… y en las que todos pudiéramos participar en conciencia, dignidad, sinceridad, solidaridad… ¿Razonamiento de complicada realización? Si la respuesta es afirmativa, se hace necesario analizar y comprender ¿cómo es que soportamos tan degenerativa evolución? Lo que nos debería motivar consciente reflexión sobre qué hacer en bien de nuestro porvenir.
Consecuentemente, cabe analizar cómo el miedo es la coerción psicológica determinante empleada por fraudulentas personas —servidores públicos y personajes faltos de probidad que lideran las cúpulas económicas y empresariales— para sustentar su preeminencia y potestad, alterando de manera puntillosa el sistema límbico que regula la expresión de las sensatas respuestas emocionales de la gente que intentan o logran corromper para conseguir algo de ellas de forma ilegal. Desgraciadamente, alrededor de este amargo fenómeno que predomina en el mundo y que perturba de manera significativa la empatía y la honestidad —dos de los rasgos más importantes en la convivencia entre las personas en el hogar, el trabajo y la comunidad— se ven vigorizadas a partir de la participación cómplice e ignorante de millones de mujeres y hombres que, justificando sus necesidades, extienden las manos para recibir repugnante excreción de individuos arribistas y deleznables que engendran y/o ejercen la maldad.
El ocaso del orden mundial —que emergió en los años cuarenta del siglo XX— ha dado lugar a un nuevo e imprevisible desorden. En todo el planeta Tierra las protestas contra los poderes establecidos, sea cual sea su naturaleza, crecen de manera fulgurante; lastimosamente, esos «poderes» recurren a burda publicidad y noticias falsas en las redes sociales para evitar que la gente observe con claridad la mediocridad de las clases políticas y sus obsesivas decisiones para controlar a sus ciudadanos y arrinconar a los países que no cuentan con poderío militar o económico, que dicho sea de paso, secuela de las disposiciones para establecer la plataforma de despegue hacia su pernicioso «Nuevo Orden Mundial». Obviamente, son a la vez causa y consecuencia del acerbo escenario que estamos sufriendo. Pero ¿por qué algo que es tan delicado y hasta cruel, el grueso de la humanidad se manifiesta con alto grado de desapego? La respuesta que puede explicar tal proceder se encuentra en tres palabras: inconsciencia, desinterés e indolencia. Quizás, tal grado de malignidad extendida en el mundo ha insensibilizado a enorme porción de la humanidad, manteniéndola en un estado patológico, propio de extremas enfermedades nerviosas, mentales, infecciosas o tóxicas.
No podemos pecar de inocencia al saber que los poderes fácticos tienen entre sus objetivos el control de las masas, que es más fácil que el control del individuo, por lo que la manipulación que siempre inicia con una relación emocional y en una condición en la que parece que se comparten ideas e intereses culturales y sociales que, siendo sensatos, no son más que las aristas que aprovechan para inocular su maldad. De ahí la insistencia en hacer el bien de manera responsable, pero principalmente, consciente.
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