Texto e imagen de Fernando Silva
En sinnúmero de hipótesis legales, antropológicas, históricas, bioéticas, filosóficas, de investigación académica y sociocultural, los principios que reconocen la equiparación de la humanidad en derechos y compromisos se promueven de mejor forma mediante medidas positivas que impulsan el respeto, la comprensión, la empatía, la tolerancia, la fraternidad, y nunca, o raramente, a través de la censura. Sin embargo, quienes cultivan la cultura de la negación o las prohibiciones que «corrigen» o vituperan alguna idea, texto e imagen y/o a quien las crea, son contraproducentes para promover, entre otros aspectos, la equidad y lo justo, ya que favorecen el modo de vida y costumbres en donde no se suele abordar las raíces sociales subyacentes de los distintos prejuicios que impulsan su ignorante discurso y/o de odio, presentado en cualquier forma de comunicación a través del comportamiento, es decir, agresiones o agravios mediante un lenguaje peyorativo o discriminatorio hacia una persona o grupo social en razón de creencias o dogmas, origen étnico, nacionalidad, tono de piel, ascendencia, género u otro factor de identidad. En ese entendido, tal comportamiento y el mal dirigir las acciones, posibilita designar «chivos expiatorios», crear estereotipos, estigmatizar...
A menudo, ese oscuro y excesivo discurrir y decir cosas poco o nada importantes y, peor aún, para denostar, infamar y herir el amor propio o la dignidad de alguien, lo utilizan como base de teorías conspirativas, así como de desinformación, negación y deformación de brutales acontecimientos como el genocidio llevado a cabo por el gobierno de Israel en Palestina. Lo que no se puede comprender es que los criterios para identificar y tipificar «el discurso de odio» suelen ser elusivos o contradictorios, ya que no permiten una definición universal aceptada por las responsabilidades legales de las naciones en su relación entre ellas y el trato a los individuos dentro de las fronteras estatales. En ese sentido, los tratados internacionales y regionales de derechos humanos cuentan con una variedad de estándares que los definen y limitan y que se ven reflejados en las diferencias de las legislaciones en cada nación, por lo tanto, el uso del término y su significado varían, al igual que las exigencias de su regulación. Esto explica buena parte de la «confusión» que existe en torno a dicho concepto, así como su relevancia en materia de los derechos que se determinan —en muchos casos— a criterio y/o intereses de jueces, ministros o magistrados.
Hay que tomar en consideración que se han formulado copiosas puntualizaciones en resoluciones a fenómenos sociales discriminatorios específicos y perniciosos, así como a incidentes de similares características adaptando especificaciones para abordar situaciones y reajustar el lenguaje, la manera de entender la igualdad de ánimo y los daños ocasionados por la discriminación, el clasismo, el racismo, la aporofobia, las injusticias, los abusos, el cohecho, la corrupción, la violencia de todo tipo… constituyendo una embestida a la inclusión, la diversidad, la libertad, la paz, los derechos y valores universales. Aquí, la premisa central radica en ¿qué hacer con quienes propagan discursos intolerantes y de cólera exaltada? Ya que no es posible hablar de las libertades colectivas o individuales fundamentales como: de opinión, de expresión, de circulación, de pensamiento, de consciencia, de religión y el derecho a la vida privada, sin tocar dos de sus peculiaridades distintivas: el pluralismo y la diversidad y, con ello, fortalecer el derecho a libres y sensatos debates para dar voz a distintos puntos de vista que argumenten en pro de frenar la brutal manifestación de opiniones e ideologías extremistas que son profundamente ofensivas y perturbadoras, en razón de que tal radicalización, como el terrorismo, generan una serie de desastrosas consecuencias para el adecuado funcionamiento de las sociedades e, incluso, de la humanidad.
Por consiguiente, ponderemos condicionantes como la geopolítica y la monstruosa convulsión mundial consecuencia de las crisis económicas que malintencionadamente generan las oligarquías financieras que, a la par, provocan atroz desplazamiento de personas, la sucesión de actos de agresividad para infundir terror de corte fanático-religioso, aumento de la polarización y la radicalización ideológica-política y cultural. Lo que permite plantear el que la psicología social debe ostentar un papel central para gestionar intervenciones preventivas eficaces que atajen estos viles procesos y poner de manifiesto la idoneidad de analizar un conjunto de variables psicosociales que desempeñan un papel esencial en el equilibrio —tanto individual como colectivo— en relación con el reclutamiento de mujeres y hombres en plena juventud, su participación consciente u obligada con el crimen organizado, así como su integración a grupos extremistas violentos o terroristas.
Por lo que toda acción y/o efecto de violentar o violentarse, es una compleja manifestación que se hace presente a la consciencia de cualquier persona como objeto de su percepción y que se encuentra presente en prácticamente todos los contextos en los que se desarrolla el ser humano; basta con mirar, leer y reflexionar para darnos cuenta de que cohabita de manera consuetudinaria con cada uno de nosotros. Esto nos lleva a considerar si, al estar expuestos a un clima social tolerante con la violencia de cualquier tipo, sin duda alguna, favorece la reproducción de estupidez, furor, exasperaciones y hasta atrocidades en el seno de un sinnúmero de hogares, lo que sin duda contribuye al aumento de un ambiente socialmente truculento, insensible y aterrador. Asimismo, si no lo atendemos o lo banalizamos y, aún más, lo normalizamos, nos conducirá a mayores grados de maldad; aumento en el consumo de sustancias de efecto estimulante, deprimente, narcóticas o alucinógenas; adquisición de armas de fuego; encono y ojeriza; conflictos bélicos y genocidios; indiferencia ante el sufrimiento de nuestros semejantes… y, por ende, alta ansiedad, estrés y múltiples patologías de orden físico y mental.
Sobre el particular, se recomienda una lectura esperanzadora: El poder de las palabras, cómo cambiar tu cerebro (y tu vida) conversando, del Doctor en Neurociencia integrativa Mariano Sigman, quien escribe lo siguiente: «Nuestra mente es mucho más maleable de lo que pensamos. Aunque nos resulte sorprendente, conservamos durante toda la vida la misma capacidad de aprender que teníamos cuando éramos niños. Lo que sí perdemos con el paso del tiempo es la motivación para aprender, y así vamos construyendo creencias sobre lo que no podemos ser: el que está convencido de que las matemáticas no son lo suyo, la que siente que no nació para la música, una que cree que no puede manejar su enfado y otro que no puede superar el miedo. Demoler estas sentencias es el punto de partida para mejorar cualquier cosa, en cualquier momento de la vida. […] Disponemos de una herramienta simple y potente: las buenas conversaciones. La idea no es nueva, más bien se encuentra en los cimientos de nuestra cultura: casi toda la filosofía griega se construyó intercambiando ideas en simposios, paseos y banquetes. El gran pensador francés Michel de Montaigne llevó esta idea a la práctica: en una época de brutales enfrentamientos y matanzas, se salvó de sendos asaltos respondiendo con comilonas y conversaciones a quienes lo atacaban a sablazos».
Por lo expuesto, es conveniente resaltar la importancia de destinar inteligencia, tiempo y atención al desarrollo de propuestas que engloben la cooperación social en diferentes disciplinas de conocimiento y de los principios humanistas, en aras de la optimización de las estrategias de prevención para afrontar con dignidad a esta lacra mundial conocida como oligarquía.
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